Desde hace un tiempo se volvió desgastante oír o ver debates en medios colombianos. No sólo porque en su mayoría se tornan impetuosos, sino porque además se convierten en un agregado de monólogos que ni siquiera siguen la misma línea de argumento. Algunas veces pensé que el problema tenía que ver con la gran polarización que acecha al país. Otras, creí que eran estrategias de comunicación para ganar el favor de la opinión pública. Pero, aunque hay algo de esto, el problema parece ser la falta de entrenamiento que tenemos para debatir.
Esta semana estuve oyendo la discusión entre Alejandra Borrero y Amparo Grisales en el Festival Ideas al Barrio. El debate parecía más bien un partido de tenis en el que uno de los oponentes en lugar de devolver la bola la tira al aire. Mientras Borrero intentaba debatir con altura, Grisales con una especie de indiferencia acudía a las tradicionales interrupciones y falacias argumentativas. Si se hablaba de violencia contra la mujer, ella hablaba de violencia contra los hombres; si se hablaba de feminismo, ella atacaba a las feministas, incluso aseguró nunca haber sufrido de acoso para deslegitimar las denuncias sobre el acoso.
Falacias como estas se ven en casi todos los debates nacionales. Y aunque hay claras excepciones, existe la creencia de que para un debate hay que llegar con actitud, no preparado. Pero debatir es un arte que se aprende, no que se improvisa. Es más, en muchos países del mundo “Debate” es una materia obligatoria, pues hay que entrenarse en discutir con y contra alguien, de forma que lo que resulte del evento llame al pensamiento, no a la indignación. Esto no quiere decir que salgamos todos de acuerdo, pero tampoco que salgamos con lo mismo con lo que entramos.
Es fascinante atender a un buen debate, así como lo es atender a un buen partido; por partes se sufre, por partes se disfruta; hay preferidos, pero se reconoce la capacidad del contrincante; a veces se gana, otras se pierde y muchas se empata. Amparo Grisales, como muchos políticos, decidió posicionarse no como interlocutora sino como contradictora, ignorar las reglas del juego y hacernos perder a todos nuestro tiempo.