La semana pasada una jueza española falló en contra de un hombre por ocultarle a su esposa que había tenido relaciones homosexuales. La sentencia declaró nulo el matrimonio civil y ordenó al hombre compensar monetariamente a su exesposa por cada año que duró el “desengaño personal”. La jueza aseguró que de ninguna manera se trataba de homofobia, pero añadió que conocer las preferencias sexuales de los contrayentes es un dato esencial para que haya consentimiento matrimonial.
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El lunes, Ramiro Flórez, un juez de Cartagena, se negó por tercera vez a casar a una pareja de lesbianas, a pesar de que existía un fallo de tutela de una jueza superior que lo obligaba a hacerlo. Y lo que es peor: decidió denunciar a la pareja penalmente por fraude procesal y así declararse impedido para casarlas. En anteriores ocasiones, Flórez se negó a tramitar el matrimonio arguyendo que “la unión entre dos mujeres va en contra de la moral cristiana y la ley de Dios impera sobre el derecho”.
Aunque el problema de los dos casos es de naturaleza distinta, lo que no captan los dos funcionarios es que están utilizando el poder confiado en ellos por el Estado no para proteger a los ciudadanos, sino para discriminar “con el peso de ley”. La jueza española, desde la autoridad de su oficina, juzga pasadas relaciones homosexuales como una especie de “pecado original” que se debe confesar en una suerte de inventario exhaustivo de anteriores relaciones. La violencia del juez colombiano es más nítida: para él, simplemente está bien que dos personas tengan menos derechos porque así lo quiso dios.
Pues bien, sólo como recordatorio, en nombre de la voluntad divina se han cometido los peores crímenes. Por años, una corriente grande y poderosa de la Iglesia católica argumentó que los habitantes del llamado Nuevo Mundo eran, en realidad, siervos por naturaleza; que para salvarlos no sólo debían obligarlos a escuchar la palabra divina, sino que además, por su propio beneficio, debían gobernarlos. Esos pobres en taparrabos tenían que ser dirigidos en este mundo para lograr alguito de salvación divina. Es más, no hacerlo sería pecado para esos buenos cristianos. Su obligación moral era la de imponer su vida y su mundo sobre otros.
Claro, hay matices en la historia. Así como hubo un De las Casas que defendió como pudo a los indígenas, hoy hay un Bergoglio que ha usado la oficina papal para frenar en algo la violencia hacia las personas de orientación e identidad sexual diversas. Aunque para muchos su gesto es insuficiente, no es poca cosa que la suma autoridad de la Iglesia católica insista en que las uniones civiles entre parejas del mismo sexo deben ser reconocidas por los Estados. Algunos dicen que el papa está buscando ajustar los imperativos a los tiempos. Quizá ese sea el caso. Pero la voluntad divina, si es eterna, no tiene tiempo y el papa lo sabe. Más bien, el avance está en reconocer que siempre tuvo que haber algo muy malo y retorcido en utilizar “la buena conciencia” para alejar, humillar, desconocer, discriminar y violentar a otro ser humano y, fuera de eso, hacer coincidir esa “buena conciencia” con el poder de los Estados.