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La “autenticidad” del algoritmo

Catalina Uribe Rincón

22 de noviembre de 2025 - 12:05 a. m.

Hace poco me salió en Instagram uno de los videos de propaganda de Juan Carlos Pinzón que iniciaba así: “Voy a ser honesto con ustedes, no me gusta grabar este tipo de videos. A mis colegas hacer mucho ruido en internet les sale más fácil que a mí… pero este soy yo de verdad…”. El inicio de su video me acordó de algo que me pasó hace poco. Unos estudiantes me pidieron grabar una invitación a un concurso de narrativas digitales y, como Pinzón, empecé diciendo que esos videos no me gustaban y que el formato era predecible. Estaba repitiendo el mismo gesto: declarar autenticidad mientras seguía un molde.

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La diferencia, claro, es que el “yo de verdad” de Pinzón circula con más facilidad. No porque sus colegas sean más hábiles, sino porque cada quien se somete al algoritmo a su manera, incluso él. Y en su caso hay un ingrediente adicional: como mostró La Silla Vacía, es de los que más paga por publicidad. Así sus videos no tengan la narrativa que él quisiera, igual terminan apareciéndole a medio mundo por la prioridad que el algoritmo le da al dinero.

Y están las otras formas de jugarle al algoritmo. Claudia López, tal vez sin proponérselo, le apunta al cringe, esa variedad de vergüenza ajena o grima que se da cuando alguien ve algo incómodo, torpe, inapropiado o fuera de lugar. El cringe (pensemos en Epa Colombia) le viene de maravilla a las reglas de las redes sociales. López, al intentar mostrarse auténtica, baila, habla de sus amores, de sus canciones de juventud y hasta aparece en vestido de baño tirándose al agua. De ahí que, como me dicen los estudiantes, “la ven por cringe”.

Juan Daniel Oviedo juega también con la viralidad. La embarra con lo de reducir a las mujeres a parir y después lo capitaliza volviendo sobre el tema: “menos mujeres para parir, a mí me ha costado duro… una funada tremenda. Pero es una verdad”. Ahí se justifica con un par de números para concluir que “tener hijos o traer niños vivos a la vida no sea un acto de parir en Colombia”. Parir, parir, parir. La lógica de: si parir te da clics, pues repítelo hasta el fin.

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Entre la plata, el cringe y la viralidad, los candidatos no pueden escapar de estas formas clichesudas y amañandas de las redes. Siempre hemos estado sometidos a formatos, sí, pero ahora la restricción es más profunda: no es solo estética, es estructural. El algoritmo se volvió un gatekeeper silencioso que ordena, filtra y decide qué se ve y qué no, como una sala de editores invisibles. Si no juegas bajo sus reglas, simplemente no existes. Y ahí está el punto: ya no se trata de ganar más audiencia, sino de no perderla. El viejo debate que pretendía nivelar las voces para darles a todos una participación más o menos equitativa desapareció bajo una indiferencia algorítmica que acaba con cualquier intento de equilibrio.

Cuando Obama se volvió el presidente de Instagram, sus fotos de “cotidianidad” –mirando el retrato de Lincoln, jugando con sus hijas, acariciando a los perros– parecían un gesto novedoso de autenticidad calculada. Hoy todos están atrapados en ese mismo performance. Ningún candidato puede escapar a la gramática de la espontaneidad prefabricada, del yo íntimo empaquetado para circular. Y quienes tendremos que sufrirlo durante toda la campaña seremos, una vez más, las audiencias: sometidas al ridículo, a la grima y a esa “autenticidad” que dicta, infalible, el algoritmo.

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