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Alejandro Char se sumó a la lista de candidatos que le apuntan a TikTok. Siguió los pasos de Rodolfo Hernández, quien lleva un tiempo utilizando esta red con el fin de apelar a una audiencia joven. Lo curioso de Char es que utilizó una plataforma innovadora y refrescante para poner el mismo discurso trillado y sexista de “la mujer que manda en la casa”. Sé que para muchos todavía es difícil entender en dónde está el machismo de este discurso. Hay una generación de hombres que se consideran a sí mismos liberales diciendo: “Mi mujer es la jefa”, “mi mujer es la brava”, “yo vivo sometido a mi mujer”.
Trato de entender por qué se sienten progresistas con la idea de la mujer jefa. Tal vez creen que al darle autoridad y ponerse jocosamente en una situación de subordinación están compartiendo su poder. O creen que están reversando chistes más explícitamente machistas en donde la mujer es frágil o conduce mal. Sin embargo, la idea de la “mujer jefa” tiene un problema fundamental, pues le pone a la mujer toda la carga negativa de ser la supuesta jefa sin relevarla de las cargas del hogar, ni de las demás cargas económicas y sociales. La deja nuevamente con las tareas que nadie quiere hacer y pone al hombre en la posición del “hombre-niño” que necesita que le limpien y lo regañen porque supuestamente no está hecho para ciertas labores.
Muchas veces la categoría de la mujer jefa está enmarcada en un discurso aún más perverso que es el de la “buena mujer de derecha”. Esta mujer, tan común en el discurso de las provincias colombianas, que es trabajadora, independiente y de temple, usa su fuerza para avalar la cultura patriarcal en lugar de amenazarla. Se trata, normalmente, de una mujer bonita según una estética particular, tiene hijos, un oficio o profesión, es fuerte al interior del hogar, pero sabe muy bien su lugar en lo público. No opaca a su patriarca, calla cuando le toca y se aguanta el sonsonete de ser “la brava”. A veces, incluso, se sonríe. Es más, se presenta como si el cuento le viniera en gracia, como si la honrara.
En el 2017, la columnista Jessica Valenti analizó el fenómeno de mujeres de derecha que seguían a Trump. Valenti quería entender por qué ciertas mujeres, sobre todo blancas, defendían una cultura misógina y qué ganaban con ello. Su respuesta es muy interesante: tienen mucho que ganar. La razón que da es que estas mujeres se sienten tranquilas porque “el patriarcado, que aminora y discrimina a la gente de color, inmigrantes, a la comunidad LGBTI, no vendrá por ellas”. En otras palabras, seguir y avalar esa cultura patriarcal les otorga beneficios. Unos beneficios que se traducen en encontrar resguardo social y en hacer parte del poder, así no estén al timón.
El problema de acoplarse al patriarcado es que se dejan de dar luchas que garanticen una verdadera protección de la opresión. Luchas sobre la necesidad de flexibilizar los horarios, compartir las cargas, trabajo en casa, códigos de vestimenta, seguridad física, acceso al capital, revisión de prejuicios, techo de cristal y otros cientos de realidades en las que la mujer lleva siempre las de perder. Lo que les pasó a Aida Merlano y Katia Nule muestra que el privilegio de las mujeres de derecha es muy contingente, pues viven con un arma apuntada a su cuello. En el segundo en que se salen de su rol de “mujer del patriarca”, en el momento en que ya no sonríen en público, en el segundo en que incurren en un gesto que los amenaza o los humilla, ahí salen de la foto como si nunca hubieran existido. “Al pasado, pisado”, dijo Katia Nule. Tristemente ese pragmatismo parece tener menos de sabiduría y mucho más de resignación.
