La cultura de debatir en público tiene una gran trayectoria histórica en países como Inglaterra y Estados Unidos. Desde finales del siglo XVIII han existido clubes y sociedades de debate donde se discute desde libros hasta derechos civiles. La mayoría de los institutos de educación preparan a los jóvenes para debatir públicamente. Sin embargo, solo hasta muy entrado el siglo XX fueron admitidas mujeres a debatir. A pesar de que ya en el siglo XIX algunas podían ir a la universidad, les era prohibido participar en discusiones con los hombres. Se creía que las mujeres no tenían la confianza propia ni la razón que se requiere para debatir.
La angustia de debatir con las mujeres no es sólo del siglo pasado. En el 2014 Miguel Arias Cañete, del Partido Popular español, dijo que su mal desempeño en el debate con la candidata socialista Elena Valenciano se debía a que “el debate con una mujer es complicado. Si demuestras superioridad intelectual o la acorralas, es machista”. La idea detrás es que la mujer necesita de protección; es hija, madre, esposa, no una igual. Iguales son los demás soldados con los que se combate. Entrar en una afrenta con una mujer es como dispararle a un civil.
Y quizá ahí está el punto. Además del sexismo simplón de Cañete, el debate se hace un espacio hostil cuando se asume como una batalla. Las discusiones se ponen en términos de ganadores y perdedores, de enemigos y aliados. Pero cuando los asuntos públicos se enmarcan en el imaginario de una batalla verbal todos perdemos, pues la victoria y la dominación se convierten en la meta. Dejamos de pensar en el discurso cívico y nos estancamos en la violencia del lenguaje.
Colombia ha caído en este estancamiento no solo por el uso de palabras agresivas, sino por actitudes que suscitan la violencia. Nos acostumbramos a que las figuras públicas estigmaticen, acaben con la reputación de detractores, no se disculpen honestamente y no reconozcan a la ciudadanía como interlocutora legítima. Como resultado, muchos han renunciado al debate público. Pero, a diferencia de Cañete, no es al debate a quien debemos culpar, sino a seguir enfrascados en valores y recursos argumentativos arcaicos.