En septiembre de 1781 el capitán del Zong, un barco británico de carga, ordenó que se tiraran por la borda 133 de sus esclavos. Esta cruel masacre tuvo como propósito que los dueños del barco pudieran cobrar a la aseguradora la pérdida de su “cargamento”.
La discusión en los tribunales se centró en si la aseguradora tenía la obligación de pagarles teniendo en cuenta que el barco llevaba más esclavos de los permitidos. Finalmente, los jueces le dieron la razón a los dueños del barco, pues entendieron la necesidad de asesinarlos dadas las circunstancias de escasez que se vivían en el navío.
En su libro Espectros del Atlántico, Ian Baucom hace una reflexión sobre este evento. Nos muestra cómo desde el siglo XVIII ya se hacía evidente la noción de capital financiero tan predominante en el siglo XX. Baucom analiza cómo, desde ese entonces, los esclavos se convirtieron en una mercancía anónima que se tranza en la especulación del mercado. La característica especialmente mercantil reside no en comerciar con esclavos, sino en operar con entidades abstractas y no con individuos. La esclavitud nos sigue espantando porque nos recuerda que hubo unas prácticas, unos protocolos y unos instrumentos financieros que la hicieron posible.
Protocolos que continúan en el siglo XXI. Las Farc sigue secuestrando. Pero no lo hace, como muchos argumentan, con el propósito de capturar a un prisionero de guerra para transarlo por otro. Lo hace con cualquiera, con quien caiga. La semana pasada las Farc secuestró a un general, a un cabo y a una abogada. Justo después empezó a especular de qué manera les sacaba el mejor valor. Como los esclavos, los secuestrados terminan haciendo parte de estos anónimos abstractos que se juegan en el mercado financiero y especulativo; de un cargamento, que a veces hay que sacrificar. Hace mucho sabemos que la ideología de las Farc es un disfraz para unos medios atroces. Pero el colmo de la ironía es que la lucha anticapitalista sea más cínica que el capitalismo que pretenden denunciar.