En este punto es difícil saber si Petro está jugando con la táctica de comunicación trumpista de provocar para conseguir alcance, o si su ya conocida terquedad o su rabo de paja le impiden condenar el terrorismo. De cualquier forma, llegamos a un punto en el que los mensajes del Gobierno se han vuelto insostenibles. La tapa fue cuando la Cancillería emitió un comunicado en el que decía que la colombiana Ivonne Rubio estaba “desaparecida” y no asesinada por Hamás. ¿Es acaso tan difícil llamar el mal por su nombre?
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Con tal negación, el Gobierno Petro se une sin reparos a uno de los delirios más grandes de nuestra época: el de querer reducir el mal a una “falla de política”. No solo la izquierda sino también los liberales trabajamos juntos bajo la idea de que si eliminamos la pobreza, somos más incluyentes, ampliamos la educación y hacemos mejores arreglos, el mal simplemente desaparecerá. ¡Puf!, como Rubio según la Cancillería.
Pues bien, esa idea es más un deseo que una realidad. A fuerza de Estado y relaciones entre Estados podemos elevar la dignidad humana y reducir el dolor y el daño, pero no eliminar el mal. Hay algo humano, muy humano, que no tiene que ver ni con la tierra, ni con el Gini, ni con ninguna otra “causa estructural”. Estoy hablando del odio que define y completa al terrorista, un odio que se resiste a cualquier arreglo de la sociedad civil.
Miremos el caso del asesino régimen nazi. Este régimen no nació en el vacío. Tuvo causas políticas, sociales y económicas que lo facilitaron. Todos hemos leído sobre las reparaciones que Alemania tuvo que pagar después de la Primera Guerra Mundial, la inflación desbocada, la destrucción de su economía, el hambre y la desesperación. También hemos visto varias veces El huevo de la serpiente, de Bergman, y estudiado todo el registro cultural con dedicación. Pero, no importa cómo hagamos la suma, de ahí simplemente no resulta la inevitabilidad del nazismo.
¿O acaso cuál sería la racionalidad? ¿La estamos pasando pésimo, entonces vamos a gasear a todos los judíos? ¿Y ya que entramos en gastos, incluyamos a los gitanos, homosexuales y discapacitados? No nos engañemos: no hay manera de entender el nazismo sin aceptar la realidad del proyecto ario y su deseo de destruir personas, no por lo que han hecho, sino por lo que son. Destruir judíos, porque son judíos. El judío pudo haber sido de izquierda o derecha, panadero o profesor, amante de la poesía o de la cocina, no importó; el nazi redujo toda esa vida a una masa enemiga y soñó con aniquilarla.
Hamás no es el pueblo palestino ni tampoco la Autoridad Palestina. Hamás decidió salirse del mundo político y, al hacerlo, del pacto de la humanidad. Petro y su Gobierno no pueden perder de vista que Israel se enfrenta a terroristas cuyo fin es desaparecerlos de la faz de la tierra. En su carta fundacional se lee con claridad: “Nuestra lucha es contra los sionistas, muerte a los judíos”. Ignorar esta realidad es introducir una estrategia exculpatoria que normaliza este tipo de odios y los hace ver como una lucha política más. Pero las dolencias del pueblo palestino jamás explicarán ni justificarán el terror de Hamás.
Esto no quiere decir que Israel no tenga la obligación de proteger a los civiles palestinos. Israel no se ha salido del pacto de la humanidad y, por lo mismo, se rige por el derecho de gentes. La justicia de su causa no le concede exenciones y los crímenes que cometa se juzgarán como crímenes de guerra. Igual, no hay equivalencias. Una cosa monstruosa es Hamás, que destruye todo lo que toca, incluido cualquier acercamiento pacífico, y otra muy distinta, la agraviada y entrelazada vida política de Israel y Palestina.