Algo bueno de la pandemia fue catalizar la discusión pública sobre la salud mental. Titulares como “El problema de largo plazo que deja la pandemia”, “Siete formas de cuidar tu salud mental” o “Salud mental en tiempos de vacunación” han sido más la regla que la excepción. El impulso ya venía. En algún momento del relevo generacional los más jóvenes comenzaron a estar más dispuestos a conversar de sus sufrimientos y enfermedades mentales. Términos médicos como trastorno de déficit de atención, trastorno de estrés postraumático, ansiedad generalizada, bipolaridad, anorexia y otros se han ido incorporando en el lenguaje diario de una manera ya casi convencional. El camino que falta es mucho, pero al menos la conversación sobre la salud mental se está moviendo hacia la reducción del estigma.
Sin embargo, como advierte la psicóloga Lucy Foulkes en su libro Losing Our Minds, el proceso de socialización de las enfermedades psicológicas ha tenido un efecto colateral negativo y es que ha ido desdibujando los términos. Algo esperable, el lenguaje evoluciona. Pero en este caso puede estar perjudicando a quienes más requieren de su precisión: las personas con enfermedades mentales. Y es que ahí está el lío. La vida es angustiante, dura y cruel. Las enfermedades mentales se anclan en el continuo de las emociones que nos produce estar vivos. Pero el sufrimiento psicológico no es lo mismo que un trastorno psicológico. Ir a una reunión produce intranquilidad. Por algo se ofrece bebida o comida. Se requiere de ayudas para sobrellevar el lío entre doloroso y placentero que es estar juntos. Pero esa intranquilidad no es un trastorno de ansiedad social. Quienes sí lo padecen sufren al punto de resentir vivir con otros y de atormentarse con imaginados encuentros. Su vida es difícil.
Foulkes trata de precisar qué es un desorden mental y qué es el esperable sufrimiento psicológico de estar vivo. A mí me interesa sobre todo el problema del lenguaje. O, en particular, del lenguaje que obliga a trabajar en un espectro de zonas grises. Para los expertos, las zonas grises son habituales. Pero el público tiende a querer saber si algo es o no es. Pues bien, buena parte del problema es que las angustias no patológicas se mueven en el mismo espectro que las angustias patológicas y lo que nos hace susceptibles de sufrimiento psicológico —vulnerabilidad genética, eventos estresantes, mecanismos de compensación— es lo mismo que nos hace susceptibles a las enfermedades mentales. Pero esto no significa que todo sea lo mismo. Estar desalentado, triste o abatido no es estar deprimido. Estar intranquilo, desvelado o nervioso no es padecer de ansiedad generalizada.
¿Por qué ser precisos? Porque la precisión lingüística le da claridad a nuestra existencia. Pero para Foulkes el asunto es más urgente y tiene que ver con la pérdida de gravedad que se ha comenzado a asignar a las enfermedades mentales. Es ahora común en redes que figuras públicas hablen de sus sufrimientos psicológicos. Algo que es sano y edificante. Pero, según Foulkes, cuando dicen que superaron un episodio de “depresión” a punta de ejercicio o batidos de frutas, que todo va a estar bien y que lo único que necesitan es energía positiva están enajenando a quienes tienen un trastorno diagnosticado. Quizá la inflación lingüística es otra discusión que tenemos que ir poniendo sobre la mesa.