Algunos teóricos literarios contemporáneos se han valido de la metáfora la “muerte del autor” para rescatar la idea de que la obra no se agota con los límites de su creador.
La escritura original sigue hasta convertirse en una “reescritura” en donde se mezcla con ideas pertenecientes a diferentes individuos, culturas y tiempos. Las ideas, en sentido estricto, no le pertenecen a quien las plasmó sino que hacen parte justamente de esa reconstrucción. Por eso el autor “muere” cuando termina un escrito y el texto cobra vida en sus lectores.
Esta interpretación busca revaluar la idea que tenemos del autor como propietario de su obra y, más aún, de la concepción de que autor y obra son uno solo. Un enfoque relevante, en la medida que seguimos no sólo creyendo que el autor no se distingue de su obra, sino que sus convicciones políticas pueden ser una vara con la cual se puede medir su aporte.
Con la muerte reciente de dos grandes maestros como lo fueron Gabriel García Márquez y Ernesto Laclau este debate se hizo aún más actual. Muchos académicos del campo de la comunicación condenaron y reiteraron su odio a Laclau por sus posturas a favor del kirchnerismo y de Chávez, desconociendo por completo sus aportes a la teoría política o su reinvención del concepto de ‘populismo’. Otros, insultaron postmortem al premio nobel colombiano acusándolo de comunista por su amistad con Fidel Castro, como si el insulto fuera un argumento en detrimento de su obra.
Latinoamérica no sólo ha ido perdiendo su capacidad argumentativa y constructiva en el debate público (si es que alguna vez la tuvo) sino que se ha vuelto incapaz de reconocer el valor de las ideas. Acá, cuando el escritor muere (en un sentido literal), lo resucitamos y le cobramos a su obra su peso político.
