En “Dictadores de papel”, una reciente columna de El Tiempo, Paola Ochoa abordó algunas de las discusiones que se están dando a nivel mundial sobre la objetividad en el periodismo. El texto sugiere que, como lo dice el subtítulo, “la objetividad está mandada a recoger”. Su argumento se inscribe en un debate renovado sobre las prácticas periodísticas. No son pocas las sospechas de que las clásicas rutinas de producción pueden estar, con o sin intención, ayudando a incendiar retóricas que atentan contra los valores democráticos o incluso contra los derechos humanos. La denuncia es que los periodistas, en su afán de ser “neutrales”, caen a veces en la falsa idea de protegerse con “los dos puntos de vista”.
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Uno de los ejemplos más ilustrativos de esta fallida dualidad ocurrió en las pasadas elecciones estadounidenses cuando los medios decidieron equiparar el envío de correos desde un servidor privado por parte de Hillary Clinton con las acusaciones de abuso sexual, evasión de impuestos y fraude de Donald Trump. Los hechos fueron presentados como si se tratara de una lista de cosas malas de cada candidato, ignorando por completo los grados, la relevancia y la naturaleza de esas fallas. De ahí el argumento de Ochoa: “La obsesión por la objetividad, por presentar dos puntos de vista, es un modelo fallido y un experimento en contra de la claridad”.
Coincido en el espíritu general de la columna de Ochoa, pero me distancio de lo que parece ser el remedio: aceptar e incluso celebrar la parcialidad periodística. Es decir, adentrarse sin miedo en la línea editorial y presentar las noticias desde los valores del medio. La propuesta, sobra decir, no es absurda. Es verdad que si sabemos desde dónde hablan nuestros interlocutores, si conocemos cuáles son sus valores y sus experiencias, tendremos un contexto más robusto desde el cual interpretar sus afirmaciones. Pero también es verdad que más parcialidades no suman más verdad. Entre otras cosas, porque eso de tener conocimiento de sí mismo es bastante complejo. Incluso dejando el inconsciente de lado, se requiere de alguien muy agudo, muy crítico y articulado para poder ofrecer una narración relativamente coherente de su propia subjetividad. Pedirles a las personas, o a los medios, que nos digan desde qué punto de vista nos hablan puede ser tan difícil como pretender objetividad.
Sin embargo, la diferencia entre la pretensión de objetividad y la confesión de parcialidad es que la pretensión de objetividad sí intenta traspasar las fronteras de la subjetividad. Un esfuerzo sin el cual la experiencia humana carecería de sentido. Nosotros aceptamos el “para mí” en asuntos de gusto, y allá ellos a quienes les agrada la piña en la pizza. Pero si uno está hablando de que algo atenta contra la democracia, o de que es anticonstitucional, o de que es un crimen, la conversación no puede ser de “para mí”. La oración “para mí esto es un crimen” no tiene sentido. Las cosas son o no son un crimen: hay que dar razones, esas razones se tienen que sostener para más casos y deben enmarcarse en razonamientos aún más amplios. ¿Son estos razonamientos infalibles? No, pero hay argumentos más sólidos que otros. Y la solidez responde precisamente a la fuerza de la verdad. ¿En qué falla a veces el periodismo? En creer que el método de investigación les basta para contar las historias como son.