Desde el pasado Día del Periodista, hablar sobre periodismo de opinión se volvió tendencia. Ya es casi un sonsonete: “Más periodismo y menos opinión”, “acabar la opinadera”, “más verdad y menos retórica”. El canto se exacerbó con las protestas del 14 y 15 de febrero. Para el centro, “los polos eran la opinadera”; para la izquierda, el “centro era la reiterada opinadera”, y para la derecha, “la suya era la única opinadera”. Digamos lo básico: cualquier democracia sana necesita de “pies en el terreno” y de una cuenta robusta de los hechos. Aun así, quisiera rescatar la importancia del periodismo de opinión.
Desde siempre un poco en desgracia, la opinión se ha contrapuesto a la verdad. Esta apreciación inicia con la mala reputación que se le dio desde Platón a la retórica como una variedad de charlatanería y se ha consolidado en tiempos modernos con la ciencia y los estudios de datos. Vale la pena recordar que Platón no ofreció tratados, sino diálogos con personajes, gestos, pausas y silencios. Y, bueno, la ciencia moderna no deja de echarle mano a la narrativa para darles sentido a sus datos. De cualquier forma, el prejuicio es que la opinión es frágil y subjetiva, como el gusto por uno u otro alimento, o que es malintencionada o siempre sesgada.
Lo cierto es que a veces la opinión es chueca, mediocre o malévola. Pero que algo haya quedado mal hecho no quiere decir que no deba hacerse. Hay periodismos malos de todo tipo y no por eso debemos acabar con el oficio. Tal vez sí debamos pensar cómo mejorar el periodismo de opinión para que cumpla con su tarea: ofrecerles a los públicos diferentes esquemas de interpretación para pensar los hechos. Si el periodista es un “curador” de hechos que alerta sobre lo más relevante de la realidad nacional, el opinador es un “curador” de ángulos interpretativos para pensar esa realidad.
Regresemos al catalizador de la discusión: Petro salió al balcón. Algunos columnistas revisaron la retórica visual de su foto familiar, otros discutieron el propósito de la protesta, otros revisaron la historia de los discursos, otros aplaudieron unas propuestas pacíficas. Hubo varios que le escribieron directamente al presidente recordándole que es el presidente de todos. También estuvieron los optimistas que imaginaron un lugar en el que el cambio de verdad fue. Hubo lugares comunes, repeticiones, polarización, desafíos y rabia. Unos fueron argumentos sólidos y otros fueron básicos. Pero todos estos ángulos ofrecieron discursos alternativos y promovieron la pluralidad en el debate.
Eso sí, que quede una cosa clara: más ángulos y más pluralidad no nos acercan necesariamente a la verdad. Podemos ser plural y diversamente tarados. De todas formas, cuidamos esa diversidad porque es el ambiente más propicio para que la argumentación forme y eleve la crítica. No es una receta mágica, pero la razón se ejercita en la práctica. Como las flores que crecen en el desierto, hay grandes pensadores en regímenes totalitarios. Sin embargo, admitamos que tierras más fértiles facilitan la tarea de la agudeza. De cualquier forma, aunque a veces atiborradas y desordenadas, esas discusiones legitiman al Estado. Su poder es nuestro y en la conversación nacional lo apuntalamos.