Cuando era niña, era común en las fiestas de cumpleaños jugar la ronda ‘Juguemos en el bosque’. El punto era cantar varias veces “juguemos en el bosque mientras el lobo no está” hasta que el lobo llegara y todos salían a correr. Después de cada cantada, la persona que hacía de lobo, que usualmente era el recreacionista adulto, iba demorando el juego diciendo que hasta ahora se estaba despertando, después vistiendo, después peinando, y así por un periodo largo. En esa época, la paciencia, en especial para las niñas, era una virtud. Aprender a quedarse quieto y a aburrirse era común. El juego podía volverse eterno.
Recordé la ronda esta semana al ver un nuevo titular sobre el Metro de Bogotá. Los vagones pasaron de estar en altamar, llegar a Cartagena, después a Bosa y la próxima semana no sé dónde estarán. Por dos días fue noticia la historia del “barco carguero francés Everglade” que se trajo seis vagones, cada uno de casi 38 toneladas. Vi una foto del capitán “de la operación”, Alfonso Salas Trujillo, con una sonrisa, y otra del puerto de carga con los andamios gigantescos. Después, entonces, el patio taller del barrio El Recreo con las fechas “posibles”, “previstas”, “estimadas” para su funcionamiento.
La ronda de “El metro es una realidad” se empezó a jugar en el 2022 cuando la entonces alcaldesa Claudia López presentó un prototipo de vagón en el Parque de los Niños y las Niñas. La esperanzada alcaldesa posó para unas fotos en el “Vagón Escuela” que le enseñaría a los usuarios a usar bien este transporte, lo que sea que eso signifique. Después de eso hubo mil anuncios más en el que los recreacionistas adultos nos siguieron entreteniendo con la idea de un transporte que lleva más de un siglo en las ciudades desarrolladas y en las no tan desarrolladas. Destaco, además del vagón escuela, los famosos pilares que publicó Galán en redes en los que una cámara nos mostraba las columnas paradas con música triunfante.
En comunicación política, la infraestructura se estudia también en sus formas culturales y políticas. En contextos como el nuestro, la infraestructura se convierte en un espectáculo público: cada anuncio, cada vagón mostrado, cada columna erguida funciona como una prueba de futuro, un recordatorio de que el Estado está haciendo algo. Lo material pasa a segundo plano frente a la coreografía de comunicados, fotos y titulares. El metro, más que una realidad tangible, se vuelve una sucesión de imágenes y gestos destinados a sostener la fe ciudadana en que alguna vez lo veremos rodar.
En estos casos, lo que importa no es la obra terminada sino la promesa misma. Y así, como en la ronda infantil, seguimos cantando “El metro es una realidad… mientras el lobo no está”, esperando que algún día todos los vagones lleguen y rueden de verdad. La esperanza se convierte en nuestra virtud: nos mantiene quietos, atentos y entretenidos, mientras los recreacionistas adultos del Estado siguen jugando con fechas y cambios. Al final, más que transporte, lo que tenemos es un juego eterno de esperar y creer. La esperanza es, al mismo tiempo, consuelo e ilusión para quienes poco tienen, porque es lo único que pueden “poseer”.