Hong Kong está paralizado por la Revolución de los Paraguas. No hay de otra.
¿Qué más puede hacer la ciudadanía ante el autoritarismo de su gobierno? En Bogotá la indignación llevó a protestar por el caso de Alejandro Vargas, un estudiante brutalmente agredido por unos punkeros. ¿Cómo más pueden enfrentar los bogotanos la negligente impunidad de su sistema de justicia? Ahora bien, cabe preguntarse, ¿también está ahí la protesta para que una facción del Estado ataque a la otra?
Hace unos meses las afueras de la Procuraduría se inundaban de manifestantes que defendían la permanencia en la oficina de Alejandro Ordóñez frente a la interpretación de los jueces. Ahora, el fiscal Montealegre llama a la protesta para oponerse a los legisladores y su reforma a la justicia. Válidas o no las razones para salir a las calles, las sucesivas pataletas de nuestros funcionarios terminan por maltratar la principal (y algunas veces única) herramienta que la ciudadanía tiene para protegerse.
El concepto de protesta significa “estado de desaprobación”. Su origen se remonta a la reforma protestante, aunque se consolidó más tarde con las revoluciones francesa y americana. Varios de los grandes cambios sociales: derechos humanos, fin de la esclavitud, igualdad de género, entre otros, se han dado a raíz de estas expresiones de disentimiento o rechazo. Pero ¿qué sucede cuando en un país es el mismo Gobierno el que insta a salir a las calles?
Un estudio de aproximadamente 342 protestas cubiertas por el New York Times entre 1962 y 1990 demostró que el impacto real que éstas tienen se encuentra directamente relacionado con la cobertura que obtienen en los medios. En Colombia es claro que lo que diga cualquier funcionario público, por más irrelevante que sea, termina por convertirse en noticia. Si los medios gastan sus titulares en los que ya tienen voz, ¿qué pasa con los que no la tienen? Cuando las protestas que generan eco provienen únicamente del Gobierno, es de esperarse que el acto pierda su solemnidad y, por lo mismo, su impacto.