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Ya parece paisaje cotidiano ver gobiernos atacando a las universidades. Y no se trata solo de ideología: tanto Trump como Petro lo hacen, cada uno a su manera. Trump arremete contra Harvard y amenaza con cobrar deudas estudiantiles; Petro ahoga a los estudiantes con el Icetex y ataca a las universidades privadas, ignorando que la mitad de los estudiantes del país van a universidades privadas y no precisamente por ser todos privilegiados.
Pero, cuando el discurso del enemigo cala, es porque la audiencia comulga –al menos en parte– con lo que se dice. La opinión pública no es una masa amorfa que se manipula fácilmente: es un actor fundamental en el triunfo de cualquier mensaje político. En Estados Unidos, por ejemplo, el rechazo creciente hacia las universidades no se debe solo a la fantasía de que no hace falta estudiar para ser millonario (Zuckerberg, Jobs, Jay-Z, Rihanna, etc.), sino a que se las percibe como prescindibles para ganarse la vida.
Esto también se ve en muchos estudiantes, seducidos por la ligereza de las redes sociales y creyéndose ya formados, que optan por ingresos inmediatos. Aunque la evidencia demuestra, una y otra vez, que la educación sigue siendo el predictor más consistente de ingresos estables y movilidad social a largo plazo, para muchos sigue siendo preferible el dinero en el bolsillo hoy que una carrera sólida en el futuro.
Pero hay un fenómeno aún más preocupante: más allá de formar profesionales, las sociedades no perciben el verdadero valor de la universidad. Ignoran que son los centros más poderosos de investigación, creación e innovación. Ninguna empresa tiene los recursos, el interés ni la vocación de invertir en proyectos arriesgados y de largo aliento. ¿Un nuevo fertilizante? ¿Una solución en energía? ¿Un mejor cemento? Todo eso nace y se prueba en la universidad.
Lo triste es que las propias universidades, en su arrogancia o despiste, también son responsables de esta desvalorización. Dieron por sentado su lugar en la sociedad y por eso hoy se las ve más como un rito de paso que como la mina de oro que realmente son. Ahora, ante ataques desde todos los frentes, deben trabajar juntas para recuperar ese lugar. Para lograrlo, hay que aprender a hablar. Porque no se trata de marketing de admisiones: la comunicación universitaria no puede seguir en manos de publicistas ni de fotos trilladas de jóvenes sonrientes con mochilas. Es una comunicación compleja, que requiere el mismo rigor con el que se investiga.
El comediante Trevor Noah decía en un podcast que los demócratas no saben persuadir. En vez de explicar políticas como USAID como inversiones estratégicas que reducen la migración, apelan al discurso moralista del bien común. Y no es que el bien común no importe, pero también hay que mostrar que es útil y conveniente. El interés propio no le quita valor moral a una política: lo refuerza.
Con las universidades ocurre algo similar: cuando son criticadas, su defensa suele centrarse en la “excelencia del alma” que otorga el conocimiento. Algo que es tan cierto, como valioso. Pero también deben demostrar, una y otra vez, que son útiles y convenientes: que generan empresas, fortalecen la economía, mejoran puertos, puentes y políticas públicas. Y también, que hacen mejores democracias. Porque si algo han mostrado este y otros gobiernos es que sí hay que formarse para gobernar. Una sociedad más justa e inclusiva requiere una educación igualmente más fuerte e inclusiva.
