Hace unos años, mientras caminaba por el bazar de Estambul, un turco me gritó: “¿Eres de Colombia? Colombianos tacaños, muy tacaños”.
Yo, con el nacionalismo exacerbado, le respondí falazmente al mejor estilo Tomás Uribe-Coronell: “¡Pues turcos estafadores!”. A pesar de la ridiculez de los estereotipos (y de mi respuesta, claro) me quedé desde entonces pensando por qué por fuera nos perciben como estrechos, y quizá no es en vano.
Hace unos días fui con unos amigos a un restaurante. Después de haber pedido comida y bebidas, ordenamos varias botellas de agua. Una amiga con conciencia ambientalista dijo que era absurdo tanto plástico desperdiciado. Todos asentimos y decidimos pedir “agua de la llave”. El mesero respondió: “Me disculpa, pero acá no manejamos esa agua”.
¡¿Esa agua?! Sí, ya lo sabíamos: a los colombianos nos obligan a pagar de antemano las propinas de los paquetes turísticos, tenemos, en promedio, algunos de los peores salarios del continente y nos gusta dárnoslas de aventajados, pero ¿con el agua?
En los peores momentos de la crisis europea los griegos iban a los cafés sólo a tomar “agua de la llave”, que se sirve en el instante en el que alguien se sienta. Y, por supuesto, no se cobra. Acá, en cambio, como consecuencia de una mezcla entre la cultura “traqueta” del consumo y una muy decantada esencia “michicata”, echamos a quienes estén consumiendo (pero no facturando como se espera).
Ya indignada con nuestra tacañería, sale una familiar de cirugía y me cuenta que tras despertarse de la anestesia general pidió algo de beber, pues su sed era incontrolable. El médico dio la orden de que le trajeran una paleta de agua. Por error, le trajeron dos. Ella, muy emocionada, extendió las manos, a lo que la enfermera respondió: “El presupuesto del hospital es de una por persona”. Cogió la otra paleta, la puso en la mesa del frente y la dejó ahí hasta que se derritió.