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Muchos han planteado la necesidad de repensar los días festivos teniendo en cuenta que en su gran mayoría son celebraciones católicas.
La propuesta es razonable, pues, “en teoría”, nuestro Estado es secular y no hay motivo para privilegiar un culto sobre los demás. Por otro lado, quienes defienden los festivos religiosos argumentan que se trata meramente del inventario cultural del país, de su tradición, de su historia.
Sin embargo, y acá está el lío del asunto, ¿son simplemente culturales las festividades católicas? Es una pregunta lícita si se tiene en cuenta la indiscutible influencia política de la Iglesia. Una influencia tan considerable que su nombre no necesita de apellido. Las demás, las residuales, necesitan llamarse judías, protestantes, musulmanas. La “apostólica romana”, por el contrario, se nombra en genérico porque el lenguaje es siempre sabio y rara vez pondera en vano.
Su autoridad es claramente una y no sólo en (y a través de) la Procuraduría. A los medios todavía les parece noticioso lo que diga algún obispo nacional o el argentino padre de los católicos. Aparecen cruces en los procesos de paz, nuestros candidatos (creyentes o no) van públicamente a rezar y las instituciones de nuestra defensa nacional saludan al teléfono “dios y patria” en lugar de “libertad y orden” o, claro (y mejor), “buenos días, a la orden”.
Cotidianamente los párrocos hablan en contra de los preservativos, los hospitales se niegan a practicar el aborto (¡en cualquier caso!), y las mujeres siguen siendo vistas como de segunda categoría. Un poder que se ejerce por igual en la “baja” y la “alta” cultura. Incluso, hace un año los jesuitas, los más cultos y moderados, suspendieron la emisión de películas con “contenido” homosexual en su más insigne institución educativa.
Y en respuesta a la voluntad de una mayoría religiosa de excluir a unas ciertas minorías, nuestro Estado “secular” les concede varias fiestas nacionales y las llama “cultura”.
