Un día mientras cruzaba la séptima, un señor que buscaba material para reciclar me gritó de la nada: “Voy a ponerle esos zapatos rojos en la cabeza”.
En ese momento lo miré con asombro: no entendí si me estaba insultando, si se estaba burlando de mis zapatos ni por qué quería ponérmelos en la cabeza. Al ver mi desconcierto se atacó de la risa.
La semana pasada vimos a Nicolás Gaviria gritarle a un policía: “lo voy a mandar al Chocó”. Quienes se refirieron al tema asumieron la frase como un insulto. Y así lo hicieron porque el Chocó sigue siendo esa región abandonada que produce sentimientos de rechazo y de culpa. Rechazo porque el país no parece quererla y culpa porque seguimos sin hacer algo al respecto.
Para que asumamos que un envío al Chocó es un insulto tiene que haber un discurso detrás que implica tanto a quien lo dice como a quien lo recibe. Así suene obvio, cuando no hay un código consentido no es posible comunicar una ofensa. Gritarle a alguien “católico” sólo puede ser un desprecio en la Inglaterra del siglo XVI.
En Colombia los insultos más comunes son machistas. Ser un “hijo de puta” o un “cabrón” implica culpar a la mujer por el destino de su hijo o de su pareja. Y ser un “marica” es una condena a la feminización del comportamiento. Precisamente en España se inició una campaña para eliminar la frase “correr como niña” de los colegios. También hay otra en la que las mujeres aclaran que ellas no son “mandonas” sino que simplemente mandan.
El fin de semana pasado se conmemoró el “domingo sangriento” en EE.UU. y se celebró el Día de la Mujer en varios países. Y aunque en los últimos años ha habido un avance, solo cuando las frases “lo voy a mandar al Chocó” o “no sea niña” suenen tan absurdas como la anécdota de los zapatos, habremos logrado un cambio.