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Miguel Uribe y el conflicto que sigue abierto

Catalina Uribe Rincón

14 de junio de 2025 - 12:00 a. m.
“El gobierno Trump y su base electoral no quiere personas negras, morenas o, en general, “de color” a su alrededor”: Catalina Uribe
Foto: EFE - ALEXANDER DRAGO / POOL

El pasado 12 de mayo, la administración Trump otorgó estatus de refugiados a 49 sudafricanos blancos. La periodista Paola Ramos destacó que esta decisión contrasta con la política sistemática del gobierno de Trump de desmantelar los procesos de asilo y sus esfuerzos antimigratorios. Durante su campaña, el presidente no solo afirmó que “los migrantes envenenan la sangre del país”, sino que ya en el poder promovió medidas restrictivas dirigidas contra solicitantes de asilo latinoamericanos, asiáticos y musulmanes.

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Ante esta aparente contradicción, analistas han intentado explicar la lógica detrás de estas políticas: ¿se trata de una defensa de los valores occidentales?, ¿de aporofobia?, ¿de una visión religiosa excluyente? Sin embargo, como sugiere Ramos, la explicación más clara es también la más incómoda: se trata de raza. El gobierno Trump y su base electoral no quiere personas negras, morenas o, en general, “de color” a su alrededor.

Este tipo de racismo está profundamente arraigado en la historia de Estados Unidos desde la Guerra Civil. Aún persiste un sector que se considera superior solo por el color de su piel y que reacciona con hostilidad ante el ascenso de personas “de color” a posiciones de poder. “Bien que existan, pero para servirme”. De ahí su rechazo visceral a figuras como Barack Obama, cuya presidencia desafió directamente esa jerarquía racial.

Pensé en esto tras el atentado contra Miguel Uribe Turbay, porque en Colombia vivimos una situación similar: un conflicto que sigue abierto. Lo sucedido fue horrible y debió dejarnos a todos adoloridos, pues se trató de un ataque contra un individuo y contra la posibilidad misma de la democracia. Pero lo que resultó no fue un aplacamiento de ánimos para dar espacio a lo más humano, sino lo contrario.

Aunque en el Pacto Histórico algunos llamaron a evitar la violencia verbal y suspendieron momentáneamente sus campañas, el mensaje no caló en las bases. Petro, desaprovechando como siempre cualquier posibilidad de reconciliación, ofreció el típico discurso eterno en el que no quedó claro que estuviera del todo conmovido con el atentado. Para muchos, pues se vio en el eco en redes sociales, quedó la sensación de que el ataque a Uribe Turbay, representante de una clase vista como inconsciente y cruel, era apenas justificado.

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Pero la derecha tampoco ha respondido con la mesura esperada. Las acusaciones que responsabilizaban automáticamente a la izquierda, los señalamientos sin pruebas hacia la primera línea, y la condena generalizada a cualquier programa de justicia social del gobierno fueron también hostiles y provocadores. Una publicación de Claudia Gurisatti ilustra esa visión de clase implacable. Según ella, si Petro no sembrara odio, “el niño pobre estaría estudiando, buscando oportunidades, trabajando honestamente y superando la pobreza”, como si esta fuera solo cuestión de voluntad. Es verdad, de la pobreza se puede salir trabajando, pero trabajando todos juntos para levantar y sacar de las trampas de violencia a los más necesitados. La tarea o es colectiva, o no funciona.

No se trata de hacer comparaciones fáciles ni de imaginar que algún día podremos agarrarnos todos felices de la mano. Pero el sufrimiento de Miguel Uribe y su familia debería, al menos, llevarnos a reconocer que no hemos querido cambiar, y que necesitamos encontrar formas más creativas –y más humanas– que esta guerra de todos contra todos. Formas que protejan la vida, la dignidad y la libertad de todas las personas, sean negras, pobres, campesinas, privilegiadas. Suena simplista, pero la violencia es un virus: se propaga cuando se escupe.

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