Después de un prolongado debate sobre las corridas de toros, en el que estuvieron involucrados el alcalde Petro, el Concejo de Bogotá y el Consejo de Estado, la decisión definitiva quedó en este último.
En una sentencia categórica el alto tribunal dejó sin efectos la consulta popular que tanto llamaba la atención de los animalistas. Los motivos fueron principalmente que se estaba violando el debido proceso a los accionantes (los taurinos) y que el alcalde de la capital no tenía la competencia para prohibir las actividades taurinas.
Algunos analistas y medios de comunicación se pronunciaron frente a este hecho y trataron de darle al fallo un ángulo más filosófico refiriéndose a la idea de que los derechos de las minorías no pueden ser restringidos u opacados por la tiranía de la mayoría. En ese sentido, muchos afirmaron que las consultas populares son peligrosas porque podrían, por ejemplo, restaurar la esclavitud o negarle derechos adquiridos a la población homosexual. ¿Pero es lo mismo una minoría a quien se le niega una práctica cultural a una a la que se le niega su humanidad?
La semana pasada unos estudiantes universitarios y activistas LGBTI en Bogotá denunciaron que estaban recibiendo correos provocadores, en los cuales se les amenazaba de herirlos con ácido. Si ponemos esta caso en perspectiva, la destrucción de una vida humana -o lo que es peor, la destrucción de su dignidad- no puede equipararse con la suspensión de una tradición cultural como lo es la tauromaquia. Aunque vale la pena replantear el lugar de la cultura en nuestras sociedades, al igual que repensar nuestro lugar en la naturaleza, no podemos utilizar nuestras metáforas con ligereza. El discurso público arraiga convicciones, y por más de que se caliente el debate, es descuidado y desconsiderado comparar los intereses económicos y la nostalgia cultural de una minoría con años de persecución y maltrato de otras.
