Recién empezó la pandemia rondaron chistes sobre cómo seríamos de viejos quienes vivimos los encierros y las medidas de prevención contra el virus. Las historias nos pintaban desinfectando el mercado en la puerta de la casa, limpiándonos la suela de los zapatos y lavándonos frenéticamente las manos mientras niños y jóvenes justificaban nuestros extraños comportamientos: “Son viejitas de pandemia”. No sabemos en qué viejitos nos convertiremos ni qué secuelas nos quedarán, lo que sí sabemos es que los traumas se procesan de manera diferente y de ellos resultan comportamientos que se amañan irreflexivamente.
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En el 2018, el brasilero Rodrigo Zeidan escribió una columna en The New York Times sobre sus vivencias de niño durante la hiperinflación en el Brasil de los 80. El texto narraba cómo Zeidan corría a la tienda a ayudar a sus padres a mercar antes de que el salario que recibieran valiera menos al siguiente día. Nada de dudarlo: a coger lo que había y a registrarlo antes de que cambiaran los precios. La experiencia tuvo secuelas. Entre sus hermanos hubo desarrollos opuestos: por un lado está él, insufriblemente cortoplacista, incapaz de ahorrar y acechado por la desconfianza del futuro; sus otros dos hermanos, al contrario, ultraahorradores, sufren al gastar cada centavo. Ninguna actitud, insiste él, es emocional o financieramente sana.
El punto de Zeidan es justamente ese: las crisis económicas generan traumas. Su historia no es aislada. Como él mismo referencia, los desbarajustes económicos tienen efectos en la psiquis individual y colectiva. Un estudio de 2010 mostró, por ejemplo, que 100 años después de experimentar la hiperinflación los alemanes le temen más al fenómeno monetario que al cáncer. Sin duda, algo se tuerce en colectivos que se someten a futuros profundamente fluctuantes. La guerra es el lugar por excelencia donde se estudia la coerción y la incertidumbre, pero hay eventos menos horribles que igual generan reacciones alteradas y desmedidas.
En Colombia, por ejemplo, es desmedido el amor que se le tiene a la visa americana o, mejor, el miedo a no tenerla. Un miedo que se acrecentó en los 90 mientras Pablo Escobar nos consolidaba como el referente del tráfico de drogas al tiempo que EE. UU. “castigaba” a Ernesto Samper quitándole la visa. Es un hecho: viajar con el pasaporte colombiano no es placentero. Hay que someterse a permisos, tarifas, cuestionamientos aleatorios y en algunos casos hasta filas diferentes. Pero entre más desprecia el mundo nuestra nacionalidad, más temen los colombianos a no poder salir del país.
El represamiento producto del coronavirus sumado a ese temor de “no dejar vencer la visa” tienen colapsadas las citas de la embajada estadounidense. Lo mismo ha ocurrido con la oficina de pasaportes. No es razonable que personas que no tienen la menor intención de viajar “al extranjero” anden sufriendo por demoras en las renovaciones de los papeles de viaje. Pero algo se daña en el juicio tras haber sido sometidos a un proceso que no es meramente administrativo. Los controles migratorios en general, pero en particular con los colombianos, han sido históricamente humillantes y violentos.
Pues bien, a todo esto se le suma el dólar. Es difícil ver cómo sacar un par de ahorritos sea un plan financiero viable, pero tampoco lo era comprar papel higiénico. En momentos de gran incertidumbre la gente controla lo que puede, tenga o no sentido. Petro tuiteó que recomendaba no comprar dólares y otros se burlaron del pánico “burgués”. Pero ni el tuit ni la burla van a encarrilar los ánimos. Tampoco la educación: Rodrigo Zeidan es profesor de finanzas de NYU y se le dificulta ahorrar. En últimas, conviene más canalizar los miedos que despreciarlos.