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Hace unos años se popularizó la regla del 90-9-1, que sugiere que el 90 % de los usuarios en redes sociales son “mirones” que no contribuyen, un 9 % participa ocasionalmente, y apenas un 1 % genera la mayor parte del contenido. Aunque no está claro si estas cifras fueron o siguen siendo precisas, la tendencia general apunta a una participación todavía desigual: poquísimas personas publican desproporcionalmente más.
Esa minoría activa tiende a hablar entre quienes ya están convencidos y generalizar hacia el resto. La estrategia consiste en escoger una publicación extrema asociada a un sector político y comentarla como si representara a todo ese grupo. Petro domina ese estilo: selecciona un video viral y lo vincula con la identidad del colectivo al que se opone. Cuando una señora ridícula le dijo a Daniel Quintero en el Club El Nogal “¿Qué hace esta indiamenta acá?”, Petro respondió contra toda una clase: “La indiamenta de una clase alta que se cree aristocrática y olvida sus propios ancestros”.
Atacar a un grupo desde esa minoría es también lo que hacen varios de los políticos conservadores. Viktor Orbán, el presidente húngaro quien intentó prohibir este año la marcha LGBTI, tildó de “repugnantes y vergonzosos” a quienes celebraron. Acusatoriamente trinó: “espectáculo de drag queens en el escenario, hombres con tacones altos, folletos sobre terapia hormonal”. El contenido es distinto, pero la forma la misma: coger algo llamativo y provocativo y reducir al grupo que se ataca a esa imagen. ¿Simplista? Sí, pero tremendamente persuasivo.
Algunos dirán, pero si el trino de Petro y la “indiamenta” ayuda a revaluar comportamientos sociales, qué importa que sea estigmatizante. Por otro lado, lo mismo piensan los conservadores que siguen a Orbán: mejor que ese comentario nos ayude a retornar a las “buenas” costumbres. El problema de este tipo de comunicación es que solo beneficia al 1 %, a ese que lo pronuncia, y en nada ayuda a renovar el pacto social. La falsa idea es esta: para que unos mejoren, los otros deben dejar de existir.
Este patrón ha contaminado incluso la defensa de las minorías. El “wokeísmo”, por ejemplo, terminó comportándose, en asuntos de forma, como sus agresores. En una entrevista reciente, Sarah McBride, la primera congresista trans de Estados Unidos, reconoció que, bajo cualquier parámetro objetivo, el apoyo a los derechos trans es hoy menor que hace seis o siete años. Aunque aclara que la culpa no es de las personas trans, sino de quienes las atacan, también admite que la estrategia de defensa fracasó. El error fue pensar que o estabas a favor de todo, o estabas automáticamente en contra.
Como sugiere McBride, no fallaron las causas sino las formas de defenderlas. Se impuso una lógica de pureza ideológica que confundió coherencia con radicalidad, y olvidó que en democracia también hay que negociar con la incomodidad. En lugar de caminar con la gente hacia ciertos consensos, se intentó forzar cada norma cultural, sin considerar que muchas audiencias todavía no entendían lo que estaba en juego. En últimas, sugiere McBride, al menos por ahora, es más urgente para las personas trans cuidar el acceso a la salud; con otras cosas se puede ir un poco más lento.
En tiempos de comunicación binaria y algoritmos polarizantes, defender una causa también exige cuidar la forma. La persuasión no radica en tener siempre la razón, sino en construir puentes, incluso con quienes aún no comprenden del todo el daño que hacen. Porque si la forma debilita el fondo, hasta las mejores causas pueden terminar perdiendo solo para dejarle el espacio a ese 1 % insensible, mezquino y autoritario.
