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Hace poco circuló un cartel de la Universidad de Granada: “El Vicedecanato de Prácticas no atiende a padres. Todo el alumnado matriculado es mayor de edad”. El aviso refleja un fenómeno creciente: los padres que controlan cada paso de hijos que ya son adultos. En Colombia, también irrumpen en la vida universitaria: revisan notas, deciden carreras, escriben a profesores, piden cambiar horarios para evitar madrugadas o para que sus hijos no tengan clase los viernes, no vaya a ser que el paseo de fin de semana se les arruine.
Al mismo tiempo, abundan comparaciones entre generaciones: videos que caricaturizan a los padres “de antes”, duros y castigadores, frente a los de ahora, complacientes y “suavecitos”. Pero entre chancla y abrazo, ambos extremos comparten algo: la necesidad de control. El grito y el castigo de ayer fueron sustituidos por la infantilización de hoy. El fondo es el mismo: impedir que ese hijo crezca y se vuelva el adulto libre y autónomo que necesita ser.
Ese poder blando no es exclusivo del hogar. En la política contemporánea, muchos líderes no se presentan como figuras autoritarias, sino como padres incomprendidos. No “mandan”: cuidan. No “controlan”: aconsejan. No “manipulan”: enseñan. El resultado es el mismo: ciudadanía reducida a minoría de edad, dependiente del guía que dice saber más, querer más y ver más lejos que todos.
Aquí entra Petro. Se dice que está “loco”, pero la locura implica imaginación: inventa mundos, incluso absurdos. Petro no inventa nada; solo se escucha a sí mismo. No es un visionario ni un loco: es un cínico que confunde tutela con liderazgo. Su discurso infantiliza. Sus ministros no son un equipo capaz de contradecirlo efectivamente, sino hijos díscolos: los regaña, los corrige, los exhibe, los castiga. Recordemos cuando reprimió al ministro de Educación por llegar tarde al Consejo de Ministros, como un padre irritado ante el hijo que no madruga. También humilló públicamente a la ministra de Vivienda, Helga María Rivas, por un bajo presupuesto en el agua potable: “Sí, ministra, pero usted tiene un presidente. ¿Por qué no le dijo al presidente?” Con su tradicional uso de la tercera persona para referirse a sí mismo y auto-escenificarse. No gobierna un gabinete: administra una guardería que gira alrededor de su ego.
El control actual no se impone desde el miedo, sino desde el supuesto cuidado. “Te protejo, confía en mí, yo sé”. Y al “cuidar”, resta voz. La resta al punto de hablar por sus “hijos”: “el pueblo quiere”, “el pueblo siente”, “el pueblo ha decidido”. En una de sus últimas declaraciones, escribió: “De ti estoy enamorado”, dirigiéndose a Colombia como si fuese una pareja posesiva. Habla por el pueblo, a nombre del pueblo y, cuando puede, como si fuera el pueblo. En su boca, la voz colectiva se convierte en un monólogo paternal donde nadie más puede hablar sin su permiso.
Crecer implica asumir consecuencias, equivocarse y disentir. Un país adulto no necesita un presidente–papá, sino instituciones fuertes y ciudadanía capaz de responsabilizarse. El reto no es sobrevivir a los caprichos del mandatario de turno, sino superar la necesidad de tutela emocional en la política. La democracia no es una guardería: es responsabilidad mutua, colectiva. Mientras sigamos buscando líderes que “nos cuiden” como a hijos, seguiremos renunciando, con gusto y sin resistencia, a nuestra libertad.
