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En estos días se pronuncia la Corte Constitucional sobre las corridas de toros.
El fallo será con respecto a una acción de tutela que busca reversar la decisión del alcalde Petro de terminar el contrato de arrendamiento con la plaza de Santamaría. Según la revista Semana, el alcalde no acataría la decisión (si resulta favorable a los taurinos) y habría afirmado al respecto: “Prefiero irme antes que abrir la plaza”.
Más allá del tradicional debate alrededor de las corridas, vale la pena revisar el discurso del alcalde. Afirmar, como lo señala Semana, que no prestará la plaza para espectáculos “alrededor de la muerte” porque “sería traicionar sus principios” no es una forma novedosa de hablarle a la opinión pública. El énfasis en la superioridad moral del orador es un clásico recurso retórico que, como muchos otros recursos, es bienvenido en la persuasión de la audiencia.
El lío resulta cuando de la radical eliminación de la diferencia se desprenden discursos de odio y la idea (casi siempre equivocada) de que la institucionalidad debe ceder ante valores superiores. Pero, si sus riesgos son tan altos, ¿por qué son tan frecuentes los discursos que envilecen a una parte de la población? ¿Qué hizo que la mayoría de los colombianos quisiera desacatar el fallo de La Haya en la disputa con Nicaragua? ¿Por qué muchos bogotanos instaron a Petro a permanecer en el Palacio Liévano después de la decisión del procurador?
Por razones básicas de salud mental nos vemos en la necesidad de creer que tenemos razón en actuar como lo hacemos. Sin embargo, una cosa es la necesidad pragmática de escuchar la propia conciencia y otra muy diferente es convencerse de que el alma de uno es pura. El mundo no es metafísico sino político. Y aunque los discursos “en contra de algo” unifican y hacen sentir a quienes los siguen del lado del bien, no hay que olvidar que la ley se requiere para mediar entre “el correcto juicio de todos”.
