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Políticas públicas y narrativas de pobreza

Catalina Uribe Rincón

19 de abril de 2018 - 12:20 a. m.

Tras la condena por corrupción de Lula da Silva en Brasil varios medios han analizado las contradicciones de su legado. En efecto, es difícil aceptar que uno de los presidentes más populares de Latinoamérica, que en el 2010 fue catalogado por la revista Time como el líder más influyente del mundo, y que sacó de la pobreza a 28 millones de brasileros, está hoy destinado a pasar a la historia como un vil criminal.

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También es difícil procesar otra de las contradicciones de Lula: pese a que su gobierno disminuyó la pobreza y la desigualdad, siguió aumentando significativamente la violencia. Un artículo de la revista Anfibia analiza cómo desde 1980 hasta hoy, en Brasil ha seguido creciendo de manera sostenida la cantidad de muertes por arma de fuego, y sugiere además que el caso brasilero quebró el mito sociológico de que a menor desigualdad menor inseguridad.

Pero lo difícil de los resultados no debe impedirnos revisar nuestros imaginarios. Y lo cierto es que desde novelas como Los miserables, en las que el protagonista en medio del hambre y la pobreza extrema roba un pedazo de pan, hasta las teorías de justicia que excusan el robo en caso de necesidad, se ha creado una idea, muy errónea por lo demás, de que “todo lo del pobre es robado”.

Una idea que sigue siendo enfatizada hoy por los hacedores de política. Justo esta semana algunos medios publicaron las afirmaciones de Petro sobre el robo de celulares, en las que el candidato afirma que la salida no está en meter a los ladrones a prisión, sino en la inclusión social. Y aunque las intenciones sean las mejores, y quizá hay mucho de verdad en tal narrativa, asociar hurto con pobreza es complicado porque no sólo parece ser parcialmente falso, sino que además hace de las personas de pocos recursos eternos sospechosos.

Ni todo se soluciona con plata, ni todo lo del pobre es robado. Hay miles de personas que, pese a sus dificultades económicas, se mantienen con la más íntegra honestidad. Sus vidas son intachables y admirables. Pero, por hacer bien, a veces se daña la cosa. Y aunque hay que atacar las causas económicas de la violencia, hay que tener mucho cuidado con no quitarles a los individuos lo único que concede dignidad: su autonomía y su buen nombre.

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