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Una amiga me llamó llorando la semana pasada a contarme una tragedia: “Me ascendieron en el trabajo”.
Yo no sabía si su actitud era genuina o si correspondía a una vanidosa y odiosa manera de contar un triunfo. Cuando profundicé en el asunto, entendí que su reacción obedecía a un miedo generalizado en el país: su nuevo cargo implica el manejo de recursos públicos y la gente le tiene pánico a esta tarea.
El tejemaneje y los intríngulis de la política, así como la forma en la que las instituciones judiciales les caen de manera disímil a quienes ocupan estos cargos, han ocasionado que los jóvenes estén cada vez menos interesados en siquiera rozar el sector público. Aunque es cierto que quienes se encargan de los asuntos que conciernen a las arcas del Estado están en la obligación de ser más cuidadosos y precavidos de lo normal, no debería necesitarse ser un hábil y mañoso conocedor de la letra más menuda para encontrarse a salvo.
En el imaginario colectivo está cada vez más arraigada la idea de que quien está dispuesto a trabajar para el Estado es quien no tiene nada que perder. O, lo que es lo mismo y mucho más problemático, quien sólo puede ganar. El país no debe estar manejado por quienes son tan incompetentes que no sobrevivirían en el sector privado o tan corruptos que el tamaño de la tajada justifica el riesgo. Estos ya son los casos de la amplía mayoría del Congreso.
Se debe lograr enviar un doble mensaje a la ciudadanía: es deseable que quienes infrinjan la ley paguen por ello, pero se debe asegurar que quienes no lo hacen se sientan seguros. No podemos darnos el lujo de llegar a la situación en donde se genere una predisposición hostil hacia todos los puestos del Estado. Hay todavía muchos que, por vocación, quieren seguir una carrera pública; pero este no puede ser el único incentivo.
