La tortura surgió como un mecanismo para dividir la línea cultural entre los esclavos, que solo respetaban el dolor físico, y los ciudadanos que, por su libertad, podían apelar a la razón.
Como los esclavos tenían una supuesta tendencia a mentir compulsivamente, la tortura era la mejor manera de sacarles la verdad y erradicar su poder de invención. Así pues, la tortura confirmaba la creencia de que los esclavos solo se guiaban por la fuerza y la necesidad. Esta historia de la tortura, recogida por el profesor John Peters en su artículo “Witnessing”, muestra la estrecha relación que ha existido siempre entre las nociones de testigo, confesión y dolor.
Durante mucho tiempo se puso en tela de juicio la idea de que el dolor trae consigo la verdad. A pesar de esto, añade Peters, la tortura fue reintroducida en Europa durante el siglo XIII no como un castigo sino, de nuevo, como una forma de “reunir información”. El dolor era la manera de probar la autenticidad y de validar una confesión para poder lidiar con la brecha de lo que es verdadero y lo que no. De todas formas, la práctica de la tortura no fue efectiva.
El Senado de EE.UU. acaba de revelar el manual de torturas de la CIA, en donde aparecen los procedimientos que se empleaban contra aparentes miembros de Al Qaeda. Además de las terribles técnicas utilizadas, una de las cosas que más llamaron la atención fue la conclusión a la que se llega: “Los brutales métodos de interrogatorio no fueron una forma eficiente de adquirir información precisa u obtener la cooperación de los detenidos”.
Si dejamos de lado las implicaciones morales y nos concentramos en su supuesta pretensión práctica, podemos concluir que los mecanismos de tortura van y vuelven a pesar de las constantes pruebas de que no sirven para nada. La tortura ha sido utilizada como una forma de conseguir evidencia; pero la evidencia muestra que la tortura no funciona. Entonces, ¿por qué seguimos torturando? ¿Será que todavía creemos que hay ciudadanos de segunda categoría que son dignos de maltrato?