La semana pasada el país se indignó con la intervención de Kevin Whitaker, embajador designado de EE.UU. Whitaker sugirió lo obvio: que la destitución de Petro “podría erosionar” los diálogos de paz en La Habana.
Los medios rugieron furibundos: ¡Somos una nación soberana! El país no permitirá (¿?) comentarios sobre las decisiones de organismos internos de control, enfatizó la canciller.
Sin embargo, nada se ha dicho de la visita de Petro a Washington. El alcalde de Bogotá se reunirá esta semana con el secretario técnico de la CIDH y con el congresista demócrata Jim McGovern, entre otros, para denunciar el fallo de la Procuraduría. Actuación que, por algún extraño motivo, no nos parece que sea, en lo más mínimo, una indebida intromisión.
Los organismos a los que acude Petro no se crearon en vano. Si una minoría ha sido violentada por su gobierno, conviene que alguien pueda garantizar un mínimo de derechos. Pero lo que sucede es que Petro no es una minoría, ni siquiera es un ciudadano, ni siquiera un individuo. Petro es el Estado. Es nuestro Estado definido en el segundo cargo más importante del país. ¡Es el alcalde mayor!
Es impresentable que el propio Estado salga corriendo ante los representantes de otros estados, para que, por favor, y si son tan amables, lo ayuden a ser un buen Estado. El lío es nuestro. Nosotros solitos dejamos el hueco en la Constitución, nosotros solitos permitimos que el procurador adquiriera semejante poder, y, por lo mismo, nosotros solitos deberíamos salir de la que nos metimos.
Tiene que haber una forma. Que nuestras instituciones funcionen a medias, no quiere decir que no funcionen en absoluto. Mal que bien fueron estas mismas las que le permitieron al alcalde llegar a donde se encuentra. Y si realmente no hay ningún camino, si ya no vemos salida, pues la votamos. Para eso se dice, al inicio de la Carta, que el pueblo es el soberano.