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La semana pasada el ciudadano Alejandro Falla denunció en El Tiempo lo que le tocó vivir cuando defendió a una víctima de robo y terminó apuñalado, abandonado y ultrajado. Una de las anécdotas más absurdas de Falla fue que, después de poner la denuncia, la Fiscalía le dijo que debía presentarse en una casa de justicia para conciliar con los delincuentes. El riesgo de tener que confrontar a los peligrosísimos agresores, sin mencionar los gastos de abogado, hizo que ocurriera lo que usualmente pasa: “Desistió de la querella”.
La noticia me recordó el robo del apartamento de una familiar. Cuando se supo la entrada de los ladrones, lo primero que le recomendaron fue “reportar más de lo que se robaron, pues los policías por lo general logran saber quién fue y lo que hacen es pedirles un porcentaje a los ladrones”. Si se reporta más, de alguna manera hay una “venganza” contra los ladrones, pues pierden más botín. Cuando la policía llegó, entraron al lugar varios agentes que empezaron a tocar sin ningún protocolo. En un momento, uno de los pocos objetos de valor que los ladrones habían pasado por alto desapareció misteriosamente. Cuando se reportó al jefe de los policías, él respondió con tono irónico: “¿Quiere poner además una denuncia contra los policías?”.
Días después se comprobó que el robo del apartamento había tenido complicidad del portero, quien apagó las luces del edificio a la hora del hecho y se hizo el de la vista gorda mientras ocurría. Se supo también que la empresa de vigilancia, para evitar las implicaciones de todo el proceso de desvinculación, lo movió de ese edificio a otro. La participación del agente de vigilancia en el robo volvió también a mi mente cuando algunos medios dijeron que el conductor señalado de participar en el asesinato de un empresario en el Parque de la 93 es exmilitar y trabajó como guardia de seguridad. Aunque pasa, no deja de ser extraño que quienes trabajan para la vigilancia y el cuidado se cambien de bando.
Estas anécdotas las traigo para que pensemos bien el discurso de más denuncias, más vigilantes, más policías, más militares, más armas. No porque estén mal, sino porque deben ir acompañados de una política que cambie las prácticas que llevan años afianzándose. Las mañas son durísimas de modificar. Algunos dirán que son manzanas podridas, que no siempre hay que enfrentar al ladrón en un juzgado, que igual hay que denunciar, y quizá tienen razón. Pero sí hay un llamado a la institucionalidad, a la institucionalidad entera, pues no debería ser tan pero tan difícil vivir honestamente.
Sé que una de las propuestas de Galán es articular y organizar las distintas entidades. Destaco esfuerzos, como el de la semana pasada, de reunirse con organismos de seguridad y justicia para abordar la preocupación de la Defensoría del Pueblo por la presencia de grupos armados en la capital. Sin embargo, no está de más insistir que, si bien es claro que se necesita más policía, el lío no se soluciona si las prácticas no cambian, si no hay coordinación con otras ciudades, si no hay apoyo de la DIAN y la Fiscalía, si el Gobierno nacional prefiere centrarse en “asuntos varios” y si no hay una estrategia internacional. Es difícil trabajar en equipo, pero la ciudad que lo logre y las entidades y los dirigentes que consigan librarse del festín de peleítas tendrán su lugar en la historia.