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Ser estudiante en Bogotá

Catalina Uribe Rincón

10 de noviembre de 2023 - 09:00 p. m.

Mi semestre académico comenzó con el siguiente mensaje: “Lamento llegar tarde el primer día, pero hace un rato estallaron el vidrio del Transmilenio en el que iba. Estamos parados hasta que llegue la policía”. El texto lo escribió la monitora de uno de mis cursos. Por fortuna, el asunto no pasó a mayores. Sin embargo, llegó hacia el final de la clase; tuvo que desviarse al centro médico de la universidad porque el polvillo de vidrio que había aspirado le lastimó las vías respiratorias.

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Como si fuera un vaticinio, mi ciclo académico continuó con mensajes similares: “(L)e escribo este correo para comentarle por qué no asistí esta semana. Viví un atraco con arma en donde perdí mis documentos, mi computador y mi celular”. O como este: “Profe, no pude llegar porque me sacaron todo del carro en un semáforo”. O como este, que recibió otra de mis monitoras, quien lleva la asistencia: “Tuve que pedir tu número porque no puedo ingresar al correo, me acaban de atracar. Te escribo desde WhatsApp Web. Estoy en este momento dirigiéndome a hacer la denuncia, todavía estoy temblando y asustada”.

Esta estudiante no pudo acceder a su correo porque la universidad tiene un sistema de doble verificación. Cuando les roban los celulares, los estudiantes no pueden confirmarle al sistema que son ellos y quedan excluidos hasta que descarguen la aplicación de seguridad en otro aparato. De hecho, es por esta razón que me he dado cuenta de la magnitud del impacto que está teniendo la seguridad en sus vidas. Los primeros mensajes dan cuenta de los estudiantes que no llegan a clase porque justo esa mañana fueron agredidos, pero también me llegan otros mensajes de estudiantes agredidos en días anteriores que no han logrado reingresar al sistema.

Y ahí está quizá el menos grave, pero el más estorboso asunto del robo: el golpe “administrativo”. Los estudiantes pierden el día que los asaltan por el susto, la tarde que gastan en hacer la denuncia (no sólo por deber ciudadano, sino porque algunos profesores se las piden como excusa) y el tiempo que necesitan para reorganizar de nuevo todos sus aparatos y sistemas para funcionar en un mundo virtual. Haciendo cálculos rápidos, un estudiante agredido pierde sus pertenencias, que tendrá que ver cómo repone y rápido, y pierde, si todo sale a tiempo, al menos una semana de foco y desempeño académico.

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Pero las agresiones rara vez “acaban solo en plata”. También está el trauma que queda por siempre. Cuando estaba en el pregrado, yo fui asaltada un par de veces. Todavía revivo esos momentos y me pasa un frío cada vez que camino por la calle a cierta hora, o percibo ese olor a lluvia y pavimento, o siento que alguien me está caminando muy de cerca. Puedo estar en latitudes menos violentas, pero mi sistema de alerta me lanza adrenalina sin ajustes y se las arregla para quitarme parte del gozo de las caminatas.

Aun así, hay algo peor, algo que creo yo es más grave que el trauma —para lo que bien o mal hay tratamiento— y es que la falta seguridad les está robando a los estudiantes una parte inmensa de la experiencia universitaria: la calle. La ciudad, la totalidad de lo público, es el lugar en el que los jóvenes pueden crecer, conocer a otras personas, hacer deportes, enamorarse, leer en un café, ir al teatro o al cine, saltar de concierto en concierto, qué sé yo, adelantar esa vida que no se restringe al currículo y que les permite conocerse, descubrir quiénes son de verdad y qué quieren hacer.

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