Las noticias sobre explosiones, tomas guerrilleras, desplazados y muertes volvieron a la cotidianidad colombiana. Hasta la semana pasada, se habían reportado más de 85.000 afectados, 26.000 desplazados, cierres de escuelas y la paralización del calendario escolar. Según la Defensoría del Pueblo, hay 11 focos de emergencia humanitaria en el país debido a la violencia. Desde hace varios meses, hemos regresado a un panorama informativo similar al de hace 40 años, en el que el conflicto armado vuelve a ser parte del paisaje cotidiano.
Solo el miércoles pasado, en cuestión de horas, los noticieros difundieron las declaraciones de Nubia Carolina Córdoba, gobernadora del Chocó, denunciando que el ELN mantiene amedrentada a la ciudadanía con cilindros bomba y bloqueos en las vías. Los chocoanos no pueden transitar. Mientras tanto, otros medios mostraban el asesinato de un fiscal en Barranquilla, la explosión que destruyó el peaje de Villa del Rosario, los ataques y disparos en Cúcuta y las dos explosiones en el casco urbano de Popayán. No acabábamos de aterrarnos con un ataque cuando ya llegaba el siguiente.
El impacto del consumo de noticias violentas en el estado de ánimo de las personas es innegable; lo sabemos desde los años 80 y 90. Lo realmente novedoso hoy no es el efecto emocional, sino cómo la sobrecarga informativa está transformando los ángulos interpretativos y la construcción de la verdad. Antes, por ejemplo, existía un consenso claro sobre cómo entender los ataques de narcotraficantes, guerrillas o paramilitares, enmarcados dentro del derecho internacional. El debate, entonces, se centraba en los detalles de las soluciones. Ahora, ese marco compartido se ha fragmentado.
No es que el relativo monopolio de la comunicación fuera ideal, ni que estuviera libre de fallas derivadas de los intereses económicos de los conglomerados mediáticos. Además, la dificultad de reportear en el terreno y en tiempo real era una restricción importante. El auge del periodismo ciudadano alivió en parte estos problemas. Sin embargo, pronto quedó claro que tener las imágenes no era suficiente: la noticia no es solo la imagen, sino la interpretación que se hace de ella.
Ahora, con la multiplicación de los medios digitales, el problema ya no es el acceso ni el monopolio, sino lo contrario. Nos encontramos en una etapa donde múltiples agentes —medios, ciudadanos, influencers, políticos y plataformas— operan dentro de un ecosistema de inmediatez extrema, donde los ángulos interpretativos se moldean con alarmante facilidad según los caprichos, a veces accidentales, a veces calculados, del “reportero” o “denunciante”.
Este flujo de marcos conceptuales, o mejor, de puntos de vista, ha alterado nuestra noción de verdad. Antes, con los medios tradicionales, los ángulos interpretativos eran más estables. Pero ahora, en este torbellino informativo, los hechos se mezclan sin orden ni jerarquía. Un atentado en Colombia aparece en la misma línea de discusión que la guerra en Ucrania o el conflicto en Palestina, de las infidelidades de Petro y del nuevo sencillo de Shakira. La opinión pública se ha convertido en una conversación de borrachos donde los referentes que ordenan las discusiones no tienen espacio y la mitad de la conversación usa formulaciones del estilo “yo siento”, “yo percibo”, “yo creo” y ni un solo referente a hechos verificables, contexto histórico o marco interpretativo.
En Colombia llevamos años en estados de resignación y negación ante la exposición de la violencia con repeticiones abrumadoras de imágenes crueles y sangrientas. Ahora, en un panorama donde la violencia ha vuelto a impregnar la agenda informativa con una carga abrumadora de sucesos sangrientos, cabe preguntarse cómo recuperar una capacidad de análisis que nos permita distinguir lo urgente de lo anecdótico, lo estructural de lo pasajero. Si antes el problema era el control de la información, hoy es su dispersión descontrolada.