Algo se empieza a alterar en la psiquis colectiva cuando el objetivo de la mayoría de los colombianos es salir del país. Esto no es nuevo. Históricamente hemos sido un país que migra. Nuestros vecinos venezolanos les recuerdan a los xenófobos de todas las veces en las que fueron los colombianos quienes salieron a buscar mejores oportunidades. Y aunque este anhelo desesperado por otro pasaporte o por vivir por fuera es ya parte de nuestro ethos, no deja de ser nocivo para la construcción de país.
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Pensé que con el gobierno del cambio el deseo por salir seguiría, como la economía colombiana, creciendo solo de a poquitos (clac, clac, clac). Pero, al igual que la salud, la idea de quedarse en Colombia fue más chu-chu-chu. No hay lugar al que vaya, en el que mis interlocutores no estén de alguna manera organizando un plan para irse. Conductores de transporte público, vendedores de supermercado, estudiantes universitarios, todos comentan cómo eventualmente saldrán de aquí o cómo harán para que sus hijos puedan hacerlo.
La paranoia de que el país se está acabando aumenta con cada bomba mediática a la que contribuyen la falta de ejecución del Gobierno, su indiscutible incompetencia y, sobre todo, su pobre comunicación. Cada anuncio de reforma —la liquidación de las EPS, los escándalos de corrupción en la Ungrd, la incertidumbre sobre la supuesta constituyente, los datos sobre inversión, la discusión pública sobre el futuro de la educación— lleva a consolidar aún más el discurso de “hay que salir cuanto antes de aquí”.
Sin embargo, acompañado del discurso chu-chu-chu, hay otro que me llama más la atención. Se trata de esa rara idea, sacada del mismo sombrero falaz del que el presidente saca las suyas, de que quien migra está mejor que quien no. No importa si profesionalmente está peor, si la está pasando mal, si se siente solo y abandonado, estar afuera, solo por el hecho de estarlo, tiene de alguna manera un reconocimiento social. Es como en la época de antes: es mejor estar casado, que no estarlo. Incluso, si se está casado mal. Es como si hubiera un premio por “llevar el anillo” (que no, no es para recordar el amor), pero ahora el premio es el sello en otro pasaporte.
Hace poco el podcast de El País hizo un episodio llamado: “Así desperdicia España el talento de las personas migrantes”. La investigación concluye que el 54 % de los trabajadores extranjeros con estudios universitarios están sobrecalificados para los trabajos que desempeña. Esto es un desperdicio que afecta el PIB de España y el de los países que pierden sus cerebros y talentos. En términos agregados, estamos en un pierde-pierde. Sin embargo, individualmente, está el discurso tácito que dice: “puntos por migrar”.
Quiero aclarar que estoy hablando de quienes migran por decisión y no por necesidad. Y también quiero aclarar que me encanta que la gente se mueva, que juegue con las reglas de otros, que se maraville con la diferencia, y que se dé cuenta de lo que podemos mejorar (y de lo que no hacemos tan mal). Pero, sobre todo, me encanta que las personas aprovechen que la vida es amplia y generosa, y si se es, qué sé yo, bailarín, qué dicha estar en el Royal Ballet en Londres o en Bolshoi de Moscú. Vivir desde otras perspectivas es un lujo que permite crecer. Pero esto no es incompatible con crecer en casa y, al hacerlo, hacer crecer la propia casa. La excelencia no es algo que provenga de afuera, y aunque estamos con un Gobierno alérgico a toda mejora, no tenemos por qué creer que lo bueno es solo algo que hacen otros y no algo que podemos, y ya hacemos, nosotros.