No deja de irritar que todavía hoy, cuando se promueve cualquier campaña para defender derechos fundamentales, se recurra a una especie de discurso autorreferencial. Hace unos días, por ejemplo, se lanzó en Bogotá la campaña “Cuidemos a las personas mayores porque todos vamos p’allá #VejezSinAbandono”. Desde el título ya tiene un elemento discursivo que busca concientizar recordándonos que todos seremos viejos. Debemos ser amables y cuidadosos con ellos, para que en un futuro, cuando seamos vulnerables y difíciles, lo sean con nosotros.
Esta forma de persuasión es similar a la pedagogía infantil: “No le pegues al niño pues imagínate lo que te dolería si te pegaran a ti”. Lo que buscan acá los pedagogos es forzar al niño a imaginarse una situación en la que él reciba el daño. El ejercicio apela a la autorreferencia en la medida en que el pequeño estudiante hasta ahora solo conoce bien su cuerpo, su dolor, su placer. A medida que crezca, se espera que el niño desarrolle su imaginación y logre empatías en las que él no es el protagonista; empatías que vean, exploren y se imaginen el mundo desde la perspectiva de ese otro sin cargarse a cuestas.
Pero algo se nos trunca en la formación, pues los mensajes para adultos parecen de jardín infantil. Así, para hacerles entender a la mayoría de los colombianos que los discursos xenófobos contra los venezolanos están mal se recurre a frases como: “Piensen que lo mismo les pasaba a los colombianos en Venezuela”. ¿Acaso iba a ser diferente la súplica si nunca nos hubiera tocado migrar? Sí, es la tapa del descaro que como nación migrante andemos quejándonos de la migración de otros. Pero si no fuéramos exportadores netos de migrantes nuestro deber no se reduciría ni un ápice y nuestra imaginación nos debería ofrecer lo que al recuerdo le faltase.
El lío no es solo nuestro. Hace unos años en España se hizo una campaña con la misma retórica: “Porque puede ser tu madre, tu hermana, tu hija, tu amiga, tu compañera, tu vecina… #NiUnaMás”. Este es el mensaje que la Policía Nacional lanzó en su campaña contra la violencia de género. La campaña por supuesto tuvo detractoras. ¿Cómo es posible que para hacerle entender a un hombre que violentar a una mujer está mal haya que recordarle a su madre? Imaginación nivel párvulos. Y lo peor: el mensaje además olvida que la violencia contra la mujer ocurre también al interior del hogar. A veces ni la autorreferencia se les da.
Es muy frágil fundamentar un deber en la empatía. Torturar está mal, empatices o no. Pero sin duda ayudaría una educación colectiva en la que no sea opcional aprender a imaginarse la vida, el cuerpo y los sentimientos de los otros. El Congreso colombiano, hay que aplaudir, aprobó en primer debate el proyecto de ley que prohíbe las terapias de conversión para personas LGBTIQ+. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU tiene evidencia de conversiones a través de golpizas, violaciones, electrocución, medicación forzada, aislamiento y confinamiento, desnudez forzada, ofensas verbales, humillaciones y otros actos de abuso físico, psicológico y sexual. El daño a la autonomía corporal, la salud y la libre expresión es palpable y monstruoso.
Aun así, las reacciones de quienes se opusieron a su prohibición fueron de una mezquindad tan repulsiva como desconcertante. En nombre de Dios, Cristo, los ángeles y arcángeles, hubo representantes que defendieron las terapias para remediar esta supuesta inferioridad y falla. Como siempre, hubo algo de autorreferencia y algunos hablaron de sus parientes y amigos LGBTIQ+. Sin embargo, el discurso está permeado de la creencia tácita de que “esto no me pasará a mí”, de que no soy ni seré “eso”, de que esto no les pasará a los “míos” y por eso, como no lo voy a sentir, los haré sufrir.