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Tirando maní

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Catalina Uribe Rincón
25 de diciembre de 2013 - 08:05 p. m.
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The Economist citavarios casos de represalias en algunos colegios de EE.UU.: el de un niño suspendido por haber besado en la mano a su compañera, otro penalizado por hacer una pistola con la masa de un pastel y cinco expulsados por una guerra de maní. Y sí, los gringos después de la masacre de Columbine quedaron hastiados de cualquier forma de violencia escolar. De la misma manera que quedaron traumatizados después del 9/11: el hijo de un conocido estuvo retenido por meses en territorio estadounidense tras apuntarle con un láser de juguete a un avión que lo sobrevolaba.

Los colombianos también estamos traumatizados. Después del caso Salamanca vinculamos cualquier accidente de tránsito con el alcohol. No con el perverso estado de las vías, no con la ridícula señalización de tránsito, no con el impresentable transporte público, ni con la emisión sin criterio de pases. Lo único que genera accidentes es el alcohol, incluso si ha sido en la comida del día anterior. Y los políticos, a los que se suma el presidente, han aprovechado nuestra paranoia.

Pero más allá del oportunismo electoral, la magnitud importa. Regalarle un chocolate a un funcionario por su gestión es un agradable gesto de agradecimiento; regalarle un carro es franca corrupción. El tamaño del regalo, o mejor, su desproporción, hace que lo primero tenga sentido y lo segundo sencillamente no. Tiene sentido retirarle la licencia de conducción y cobrarle $28 millones a un conductor completamente ebrio, pero no cobrarle $3,5 millones al que tomó un vino al almuerzo.

Hay crímenes que no se han cometido pero por los que es razonable ser juzgado, por ejemplo, montar un conjunto de explosivos a un avión. Y hay otros que, aunque podrían llegar a ser posibles, como secuestrar un avión con un depilador de cejas, simplemente no tienen sentido a menos de que uno sea un personaje de ficción.

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