En una conferencia sobre nuevas tendencias de medios y periodismo, nos conectaron el lunes de esta semana con Yuriy Sak, el asesor del ministro de Defensa ucraniano. Entre las preguntas que se le hicieron al funcionario en la llamada, estuvo la de una colega ucraniana quien indagó sobre el protocolo para elegir a los periodistas que llamaban a asistir a las ruedas de prensa. Sak escuchó la preocupación de la periodista, pero confesó que la situación era difícil y que hacían ruedas de prensa cuando podían, con los que podían. Nos recordó que debían estarse moviendo, que en días recientes había habido un ataque y que no hace mucho les tocó pedir a un periodista que había oído por casualidad una conversación que mantuviera la ubicación en secreto, porque ahí tendrían un contraataque.
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La ONU confirmó este mes un mínimo de 9.000 civiles muertos y 15.000 heridos desde el ataque ruso del 2022. Los reportes oficiales del Gobierno ucraniano les añaden a esas cifras la muerte de 20.000 soldados y otros 130.000 heridos. Al sentir el cansancio de Sak, pensé: “Bien por nuestras reflexiones, ¿pero qué hace él hablando con nosotros?”. Él mismo me dio respuesta: necesitan que los periodistas no pierdan de vista lo que está sucediendo ni cómo lo que sucede afecta a todo el mundo. “¿Cómo se nos va a olvidar cómo nos afecta?”, me dije. Pero la vida no deja de desconcertar. Al día siguiente, en la clausura de la Cumbre de los Pueblos en Bruselas, el presidente Petro comparó la relación entre México y EE. UU. con la de Ucrania y Rusia, y aseguró, con perfecto cinismo, que era “la misma cosa”.
Sin desconocer la difícil relación entre EE. UU. y México, no es intelectualmente serio ni moralmente honesto hacer comparaciones tan a la ligera. El 23 de febrero del 2022, Rusia tenía en la frontera 200.000 tropas listas para cruzar y arrebatarles a los ucranianos la posibilidad de autodeterminación colectiva. Al día siguiente eso fue exactamente lo que hicieron y desde entonces los ucranianos han tenido que arriesgar sus vidas para proteger su libertad. Ese es el crimen moral de la agresión. Y nos afecta porque hay vidas que se están destruyendo, pero sobre todo porque Ucrania está resistiendo. Los ucranianos están echando sobre sus hombros la defensa de un mundo en el que tenga sentido hablar de la integridad territorial y la soberanía de sus pueblos.
De haberse rendido ante la agresión, los ucranianos hubieran podido seguir sus vidas; comerciando, estudiando, trabajando. Les pagarían los impuestos a los rusos, pero seguirían en sus asuntos. “Al césar lo que es del césar”, dijo Jesús cuando le preguntaron si debían pagar impuestos al emperador. ¿Por qué no simplemente girarle a Putin? Porque si bien el reino de Dios no es de este mundo, la autodeterminación política sí lo es. Los ucranianos están arriesgando y perdiendo sus vidas para poder ser ellos los que respondan colectivamente a la pregunta: “¿Y ahora qué hacemos?”. Torpe como a veces es la política, hay gran valor en ser nosotros mismos los que determinamos nuestros propios asuntos. Los ucranianos, al defender su libertad, defienden la nuestra.
El periodismo, que solo vive en las democracias, sabe bien que los derechos existen solo porque colectivamente creemos en ellos. La libertad de prensa existe no por gobernantes benevolentes sino por periodistas valientes y una ciudadanía comprometida. El presidente Petro tiene razón cuando habla de la necesidad de repensar el capitalismo, pero la razón no le concede la autoridad de pisotear la verdad ni de pisotear a quienes hoy pierden sus vidas por la libertad colectiva. No hacemos nada los latinoamericanos si nos unimos alrededor de los principios equivocados. Es labor del periodismo no dejar que el debate pierda su centro.