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El feminicidio del fin de semana pasado en Unicentro puso sobre la mesa el manejo de lo que hoy entendemos como comunicación institucional. Esto no es otra cosa que un nombre acartonado para definir la manera como una organización habla. La organización habla a través de personas, claro, pero en esos actos comunicativos se reconoce un espíritu común. Por eso reconocemos inmediatamente un discurso de la ONU, la Cruz Roja o la Iglesia católica sin hacerle un rastreo exhaustivo al locutor. Los organismos, como las personas, hablan de cierta manera.
Es verdad, no todas las organizaciones son de semejante envergadura y hay muchas instituciones que no suman vigor suficiente para tener espíritu. Sin embargo, Unicentro tiene suficiente historia para tener voz; fue el primer centro comercial de Bogotá y la historia capitalina lo incluye como lugar de encuentro. En la memoria colectiva el centro comercial les ha ofrecido a los ciudadanos lo que la inversión pública ha escatimado: un lugar de esparcimiento. Además, nos guste o no, los centros comerciales son emblemas en la sociedad moderna y el shopping es una relevante y significativa actividad social.
Sin embargo, los miembros de las oficinas de comunicaciones olvidan con frecuencia que hacen parte de instituciones que tienen más trayectoria que ellos mismos y se enfocan solo en “proteger la marca”. Es decir, en evitar a toda costa que el producto o lugar que venden “quede mal”, o, en Colombia, país de abogados, en evitar demandas. Lo que se olvida es que la protección y, sobre todo, la consolidación de una institución son como las de una persona: multidimensionales. Hay veces que las instituciones están vendiendo, pero hay veces que el llamado es simplemente otro.
Para que no haya confusión, reitero que mi comparación es un símil, no una equivalencia. Las instituciones no tienen ni conciencia ni agencia, pero tienen historia y un lugar en la vida de las personas. Y esas personas viven en y a través de esas instituciones. Por eso, por ejemplo, cuando Avianca maltrata, el daño no solo se dirige al “cliente”, sino a todo lo que somos. Su violencia rasga nuestra identidad y la confianza en lo que podemos llegar a ser. No se trata de alborotar un patriotismo simplón, simplemente de admitir que hay algo un poco triste cuando, por ejemplo, en Copa nos tratan mejor.
Cuando ocurrió el feminicidio de Érikha Aponte, Unicentro hizo evidente que no tiene ni parece interesarle tener los protocolos de comunicación adecuados. Los que estuvieron presentes denunciaron caos, falta de organización y poca empatía. Parecía como si se tratara meramente de “resolver” de la manera más rápida un inconveniente. Los comunicados que vinieron después no mejoraron el asunto. No “es un hecho aislado”, no es simplemente “un lamentable incidente […] en el que una persona le disparó a otra” y no se trata de tirarles la pelota a las autoridades para que “señalen las causas”. Definir el caso como “violencia personal y/o familiar” desvanece todos los esfuerzos que se han tratado de hacer para concientizar sobre los feminicidios, sobre los cientos de asesinatos que ocurren anualmente a mujeres por ser mujeres.
Una buena estrategia de comunicación es estar a la altura de la situación. Unicentro desaprovechó una oportunidad histórica de sentar un precedente sobre la violencia contra la mujer y posicionarse como líder de una generación que rechaza y no aguanta más feminicidios. No es claro cuál fue su objetivo de comunicación, pero si pretendían defender la marca no lo lograron.
