Hace unos años escribí una columna sobre el desprestigio de la labor del profesor. Partí de la representación de Walter White, el personaje de la serie Breaking Bad, en la que vemos a un profesor de química de colegio frustrado y mal pago que, para poder cubrir sus gastos, también lava carros. Y después, por qué no, se vuelve narcotraficante. El punto de la columna era mostrar cómo, desde el imaginario colectivo, se refuerza la idea de que la docencia es de menor categoría, no merece un mejor pago y debe dejarse para quienes, a pesar de todo, todavía tienen la “vocación”.
Esa idea ha derivado en algo aún más perverso: creer que cualquiera puede enseñar, aunque no tenga vocación ni preparación. Cuando alguien se queda sin trabajo, piensa en dictar clase como un plan temporal; otros, desde el poder, lo hacen para contar sus anécdotas. Con la educación digital, las clases en línea se multiplican sin importar quién enseña. De hecho, ni siquiera se menciona cuando se ven las ofertas. Y así, poco a poco, el acto de enseñar termina reducido al simple hecho de hablar.
Y como en esta era ya nada sorprende, la nueva derivación es que la Procuraduría abrirá su propia universidad. Gregorio Eljach logró que la Cámara aprobara, en tiempo récord, la creación de la Universidad del Ministerio Público. En sus palabras, no será “una universidad como la tuya o la mía”, con edificios y salones, sino una “naturaleza jurídica” para expedir títulos mediante convenios. Una manera oscura de decir que ya no hace falta construir conocimiento: basta con administrarlo en papel.
Muy trendy, eso sí, el procurador. En Estados Unidos, Donald Trump propuso crear una American Academy: una universidad en línea, gratuita y financiada con impuestos, multas y demandas a los grandes fondos universitarios. En teoría, su objetivo era “corregir” los vicios ideológicos de la educación superior y construir una institución “libre de wokeness y yihadismo”. En apariencia, buscaba democratizar la educación; en realidad, pretendía controlarla, como todo en su estilo frontal y mesiánico.
El caso nuestro es semejante. Diluir la calidad de la universidad también es debilitarla. Una institución que nace como una oficina del Estado empieza ya vaciada de sentido. El valor de la universidad está en ser un espacio donde el saber se construye desde la libertad y no desde la obediencia. Si su estructura, financiamiento o misión están dictados por el poder político de turno, ya no busca la verdad, sino la conveniencia.
La ilusión de todo tirano es tener una universidad a la propia medida. La dificultad está en saber cuándo se cruza de la ilusión a la realidad. En las dictaduras latinoamericanas, como recordaba recientemente Mariana Mota, vicerrectora de la Universidad de Toronto, los militares no dudaban: entraban a las universidades, capturaban a los estudiantes y las cerraban. Hoy la aproximación es más sutil: asfixia financiera, trabas legislativas y dilución de la calidad. Cada uno de esos ataques, por separado, no parece mortal, pero juntos erosionan lentamente la fuerza de los centros de pensamiento hasta hacerlos caer de rodillas.
Por eso, todo ataque a la libertad de pensamiento o de expresión debe encender una alarma. Lo es en la prensa, siempre la primera en ser silenciada, y lo es en la universidad, su espejo y contraparte. Porque cuando una universidad pierde su filo crítico, la sociedad entera pierde su defensa. Y cuando se apaga la capacidad de imaginar y construir mundos distintos, no solo se empobrece el pensamiento: se cede, sin notarlo, el poder de decidir sobre la vida privada y colectiva.