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Y los trumpistas seguirán siendo trumpistas

Catalina Uribe Rincón

17 de abril de 2020 - 05:31 p. m.

El manejo que Trump le ha dado al coronavirus ha sido simplemente siniestro. Empezó por ignorar la pandemia y deslegitimar la ciencia. Cuando se vio desbordado por los contagios y las muertes, envió mensajes erráticos, atacó a varios gobernadores y puso a competir a los estados por insumos médicos inflando los precios. Ahora, insiste en terminar la cuarentena (en lugar de relajarla celosamente, según las condiciones de los territorios). Su crueldad llegó al extremo de decidir retrasar la entrega de subsidios a las familias más pobres con tal de que su nombre apareciera en los cheques de rescate. Pero pese a su radical e indiscutible insensatez, su comportamiento lo aplauden sus seguidores.

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Fox News, su mayor aliado en información, ha ido cambiando de parecer sólo para coincidir con el del presidente estadounidense. La cadena de noticias, por ejemplo, hizo eco de que se trataba solo de una gripa y ahora aplaude el abandono de Trump de la Organización Mundial de la Salud. Hoy los estadounidenses están con un desempleo por las nubes, con los contagios desbordados, la economía estancada y un líder que insiste en estar ganándole la guerra al “enemigo invisible”. Mientras tanto, los funcionarios más sensatos están dando la pelea por mantener el país a flote pese al enemigo visible que es él. Y aun así los trumpistas siguen siendo trumpistas. La popularidad del presidente, aunque no ha subido como suele suceder con los líderes durante las crisis, se ha mantenido estable.

¿Qué hace que a pesar de un evidente mal manejo los trumpistas no se desilusionen de su líder? ¿Cuál es la estrategia para tan absurda incondicionalidad? El profesor de estudios culturales y analista político Charles Murray examinó en una entrevista a los votantes de Trump. En un momento, resumió una declaración de un trumpista de la siguiente manera: “Ustedes no entienden. A nosotros no nos gusta Donald Trump en particular. Nosotros no estamos defendiendo su personalidad, ni nada de eso. Él es nuestra arma de destrucción”.

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Sin duda, los líderes que sirven como armas de destrucción están de moda. El coronavirus se ha prestado, además, para traducir la idea del “enemigo invisible” en un significante vacío que cualquiera llena con el odio que más lo aflija. Unos recargan su odio contra la población china, otros se ensañan contra los pobres, los más cínicos contra los médicos y trabajadores esenciales, y así van aflorando antipatías a través del desorden. Y con los rencores, por supuesto, van aflorando políticos muy listos para capitalizarlos.

Hay que admitir que muchos de estos odios responden a injusticias reales. Ningún fenómeno social es transparentemente absurdo. Sin embargo, sí hay algo de desequilibrio en ciertos apegos. Pasa con los políticos como a veces sucede con los equipos de fútbol. Algunos tienen razones para querer a sus equipos. Otros, ninguna y eso está bien. La vida sería muy aburrida sin los caprichos del amor. El problema es cuando esa especie de “amor incondicional” se traduce en odio visceral. Cuando un hincha está dispuesto a golpear a alguien del otro equipo por la rabia que le produjo perder. Ahora los chinos están discriminando a sus compatriotas que viven lejos porque están trayendo una nueva ola del virus. Los trumpistas están incitando a la gente a violar la cuarentena, no por necesidad sino por “odio a las políticas liberales”. ¿Hay límite a la autodestrucción?

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