Raymond Burke es un obispo estrafalario. Sigue creyendo en la fastuosidad renacentista: túnicas largas, sombreros purpurinos, gestos grandilocuentes. Representa todo lo que no queremos de la Iglesia: pompa dorada, encubrimiento de pederastas, arrogancia teológica. El periodista Frederic Martel lo retrata con precisión en Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano. A sus 76 años, Burke aún soñaba con ser papa. Fue uno de los diez cardenales norteamericanos encerrados en la Capilla Sixtina entre los 183 purpurados que elegirían al sucesor de Pedro. Era el favorito de Donald Trump.
El que menos le gustaba a Trump era Robert Francis Prevost, también norteamericano, pero de una estirpe distinta. Nacido en Chicago, vivió más de cuarenta años en Perú. En Chiclayo era conocido por su trabajo misionero, su cercanía a las tribus del Amazonas, su sensibilidad hacia los más pobres. Un cardenal del otro mundo, literalmente.
Veinte minutos después de que el nuevo papa asomara al balcón, Trump, obligado por el protocolo, publicó un trino en X. Se le notaba el trago amargo: un compatriota papa, sí, pero no su compatriota. Me lo imagino, entre mordiscos de Big Mac, atragantado al escuchar el nombre de Robert Francis Prevost como nuevo sumo pontífice.
En un mundo donde Dios lleva décadas en cuidados paliativos, cuesta explicar para qué sirve un papa. Pero el papa no es solo una reliquia ornamental: es jefe de Estado y máxima autoridad espiritual de 1.406 millones de católicos. Mientras muchas iglesias en Holanda y Bélgica se convierten en bibliotecas públicas (y celebramos que así sea), el ascenso de la ultraderecha —Trump en EE. UU., Meloni en Italia, Milei en Argentina, Orbán en Hungría— hace que el Vaticano se vuelva políticamente relevante. Que haya un contrapeso espiritual y ético desde Roma es, al menos, refrescante.
Prevost no es neutral. Trinó contra la reunión de Trump con Bukele, en la que negociaban traslados de migrantes a las cárceles de El Salvador. Él encarna un crisol: sensibilidad misionera, formación intelectual, sofisticación espiritual. Como Francisco, detesta la ignorancia —“no es posible que los sacerdotes no lean a Dostoyevski”, decía el papa argentino—. En tiempos oscuros, el mundo necesita un paraguas que nos resguarde del diluvio ultraderechista.
Sí, la Iglesia ha perdido autoridad moral con los escándalos de pederastia. Pero ante la amenaza de los pastores evangélicos abrazados al fundamentalismo de derechas, necesitamos un sumo pontífice que hable por los que no tienen voz: por los hambrientos, los excluidos, los que piensan diferente.