En Colombia, cuando salió la primera edición de Cien años de soledad, ni siquiera sabíamos pronunciar bien ese nombre mágico: Aracataca. El padre de la obra había nacido allí, y de inmediato el mundo entendió que ese pequeño municipio del Magdalena era, en realidad, Macondo. Y Macondo era el mundo. Pegado a la Sierra Nevada, rodeado de ríos cristalinos y plantaciones de banano —su riqueza y también su ruina—, el destino de Macondo y de sus habitantes resultaba tan trágico como feliz, tan humano como mítico. Los críticos se desgañitaban buscando alegorías: que si la historia de América Latina, que si el realismo mágico. García Márquez apenas encogía los hombros. Como si todo eso le importara poco. Como si lo único que pidiera fuera que lo dejaran en paz.
Desde entonces, Aracataca —como Nabusímake para los Arhuacos— es el centro del mundo. Lo paradójico (íbamos a decir macondiano, pero sería redundante) es que, al mismo tiempo, la hojarasca del olvido ha ido sepultando ese lugar en donde el tren ya no se detiene. Y, sin embargo, el mito crece. La grandeza de Gabo ha seguido elevando a Aracataca, aunque nadie escuche el eco.
Por eso, entre el 2 y el 3 de agosto, la Fundación Pares, en alianza con la Fundación Gabo y la Gobernación del Magdalena, celebrará el primer festival “Macondo todavía es el mundo”, no solo para rendir tributo al escritor más importante en español desde Cervantes, sino para honrar al verdadero Macondo. Porque no puede ser que a este municipio le hayan arrebatado hasta el derecho de ser escenario de la serie de Netflix que cuenta su propia historia.
Reivindicamos el derecho a decir que Aracataca sigue siendo ese lugar donde se crearon todos los inventos, se cantaron todas las canciones, se alzaron todas las protestas, se abrieron todas las rutas, se juntaron todos los amantes, llegaron todos los visitantes. El lugar señalado por todas las brújulas.
Por eso, en las próximas semanas, se darán a conocer las actividades del festival: un concurso con los colegios locales para encontrar inventores tan audaces como José Arcadio Buendía; los vallenatos de Francisco el Hombre reviviendo en el bar de Catarino; un concurso de fotografía inspirado no solo en el daguerrotipo de Melquíades, sino también en Leo Matiz, otro hijo ilustre de Aracataca. Se recorrerá la verdadera región encantada; se mostrarán los tejidos Arhuacos —herencia viva de Visitación, la indígena que huyó de la peste del sueño—, se revelarán las recetas de las medicinas de Úrsula Iguarán, se caminarán las plantaciones de banano y se volverá, con respeto y asombro, a la casa donde nació Gabo, la misma que soñó y convirtió en escenario de su saga inmortal.
Este festival no es un final, sino un comienzo. Es la antesala de una celebración mayor: el centenario de Gabriel García Márquez en 2027. Macondo-Aracataca reclama su segunda oportunidad en esta tierra. Este es el primer paso para salir de la niebla del olvido a la que lo han condenado los gobiernos durante más de sesenta años. Como colombianos, es un pecado no conocer Macondo. Asistir a este festival es empezar a pagar esa deuda histórica.