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El atentado contra Miguel Uribe me sacudió como un viento frío que irrumpe en la madrugada. No porque no lo esperara, en Colombia la violencia no sorprende, sino porque cada vez que sucede algo así siento que se nos pudre un poco más el alma colectiva.
La violencia aquí no es solo noticia, es un hábito, una forma de respirar. Es el chisme que deshumaniza, la palabra que corta como un machete, la indiferencia que se disfraza de normalidad. Está en los titulares, pero también en los buses, en los parques, en las miradas que callan cuando lo justo sería alzar la voz.
Este atentado no es un hecho aislado. Es un espejo que nos devuelve la imagen de un país que todavía no sabe mirarse sin rabia. Es un eco de las masacres que se repiten como letanías de horror, de los líderes sociales asesinados en el silencio, de las mujeres violentadas y calladas. Es un recordatorio brutal de que la democracia no florece donde la muerte es moneda de cambio.
Pero la cultura, esa palabra que a veces se queda corta, puede ser el lugar de la transformación. No hablo de la cultura como eventos o festivales, sino de la cultura como forma de vivir y de convivir. Como memoria, como arte, como educación, como resistencia, como un lenguaje que puede sostener la vida cuando todo parece derrumbarse.
El cambio cultural no es un lujo ni un eslogan: es una urgencia, una tarea diaria que empieza con las preguntas más incómodas: ¿por qué hemos normalizado el odio? ¿Qué hace que la muerte del otro nos parezca justificable? ¿Cómo desaprendemos la violencia que heredamos?
Porque la violencia se aprende, pero también se desaprende. Y la cultura, si se hace carne y no consigna, puede ser la semilla de esa otra Colombia posible. Una Colombia que no glorifique el miedo, que no confunda poder con amenaza, que no convierta la diferencia en enemigo.
Hoy, más que nunca, necesitamos una cultura que ponga la vida en el centro. Una cultura que no calle lo que duele, que no justifique lo injustificable, una cultura que sea un grito y también un abrazo: un llamado a no resignarnos, a no acostumbrarnos, a no permitir que la violencia nos robe la ternura.
El atentado a Miguel Uribe nos duele a todos, aunque no lo queramos admitir. Pero también es un llamado a cambiarlo todo. A ser, cada quien desde su lugar, la trinchera más hermosa contra la barbarie. Porque la cultura, cuando florece, puede ser el lenguaje más poderoso de la paz y la dignidad.
