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Hay un interesante debate sobre el perfil de las personas que integran este gobierno progresista, en cuanto a su formación, experiencia, ideología, y capacidad profesional, y desde diferentes orillas la pregunta es si allí hay o no hay tecnocracia.
Hace más de cien años, Max Weber diferenció en la esfera pública la función del político de la función del “científico” -término que utilizaba para referirse al burócrata-, identificando en este último el conocimiento de los fines y medios del Estado, así como la capacidad profesional para implementar las directrices recibidas de parte de los políticos. En teoría, esta diferenciación de roles y perfiles le asigna al político la tarea de “dar línea” y al burócrata la función de “hacerla realidad”. En Colombia se sientan las bases del carácter técnico del Estado desde 1958, cuando se creó el Departamento Administrativo de Planeación y Servicios Técnicos, que se convirtió, en 1968, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, en el hoy Departamento Nacional de Planeación. En la década de los noventa, se acuñó el término “tecnocracia” para calificar a los equipos directivos y profesionales que, asentados en las entidades del Estado, fueron acumulando conocimientos y capacidades de gestión pública.

Bueno, pues hoy ser técnico es como ser santo. Un personaje incuestionable, investido de sabiduría e infalibilidad y, sobre todo, libre de todo sesgo ideológico o interés político. Así pues, el que no es técnico es político, en un mundo binario de buenos y malos. Detrás de esa calificación de técnico, en contraste con ser político, hay una carga de clasismo y centralismo, y a veces de racismo y machismo. Entrar al selecto club de los técnicos exige logros académicos y recorridos laborales en las altas esferas del Estado que históricamente se encuentran lejos del alcance de muchos. En algunos sectores, la tecnocracia se volvió una rosca, un espacio inaccesible para la inmensa mayoría.
Pero el punto más importante de esta discusión es que llegó la hora de decir lo que nadie quiere oír: que los técnicos sí tienen una postura política, sí tienen intereses políticos y sí ejercen una labor política. Y lo han venido haciendo desde siempre, de manera hipócrita, sin declararlo. Hoy el técnico decide que algo “sí se puede” o “no se puede”, asumiendo un rol político por la vía de la supuesta objetividad, de la función “científica” del burócrata.
Ahora bien, que una persona reconozca su postura política y ejerza su labor profesional en consecuencia no significa que tenga la capacidad de hacer funcionar el Estado. No es indispensable acreditar un sinfín de pergaminos académicos, ni tener décadas de experiencia en un sector específico, porque estas exigencias no garantizan idoneidad, pero además son barreras al acceso. Pero sí es necesario que las responsabilidades del Estado estén en manos de personas que sepan lo que hacen y por lo tanto logren los propósitos políticos que se proponen. En este sentido, es urgente impulsar la consolidación de una tecnocracia progresista, para que los propósitos de transformación de la sociedad se materialicen de manera rápida y eficaz.

Por Catalina Velasco Campuzano
