El predecible Barbosa, quien fuera fiscal general de este país para vergüenza de muchos colombianos entre quienes me cuento, se autoproclamó candidato presidencial en junio pasado, dándole, así, gusto a su narcisismo. Entonces, se puso “a consideración de la coalición partidista o interpartidista para que evalúen (sic) la posibilidad de [incluirme] en la consulta del mes de marzo [de 2026]”. Según los reportes periodísticos, “el exfiscal sostuvo reuniones con los líderes de los partidos Conservador, Liberal y de la U para explorar apoyos y tantear el terreno político” (ver). Apenas transcurre la primera semana de octubre de este 2025, han pasado escasos cuatro meses, no se ha iniciado la etapa electoral propiamente dicha –que empieza en noviembre–, y ya Barbosa advierte que se retira de la contienda “por falta de garantías… pues nunca se resolvieron los problemas de seguridad personal que yo había planteado al Gobierno, la UNP y la Fiscalía…” (ver). El individuo que fue fiscal por ser amigo de Iván Duque se dedicó a copiar de este su vanidad y banalidad, tal como lo retrató, magistralmente, una pieza del grupo satírico de El Espectador, La Pulla (ver). Entonces, no es extraño este desenlace. Fiel a su yoísmo, el exfuncionario añadió, en su anuncio de renuncia, que “a diferencia de los otros precandidatos, mi riesgo era [más] alarmante [que el de ellos]… [y que] la seguridad mía era insostenible en la campaña… [por tanto] muy difícil garantizar mi integridad en el territorio nacional” (ver).
Tal vez para minimizar el ridículo de su propuesta electoral que supuso magnífica pero en la que nadie se interesó, Barbosa pronunció una frase lapidaria: “es tiempo de que algunos entiendan que las ganas y el ego no son suficientes para ganar una elección”.
Llegó a esa conclusión no porque hubiera reflexionado ni porque, por fin, hubiera arribado a la etapa de la madurez emocional, sino porque se dio cuenta de la absoluta orfandad de su “candidatura”. Hoy, nadie desconoce que una realidad parecía ser la de su figura inflada por el aparato de la Fiscalía y por los estruendosos aunque oportunistas aplausos que el establecimiento le prodigaba cuando asumió el papel ilegal de contendor de Petro; y otra, la de su imagen despojada de poder, desdibujada y sin atractivo para partido, movimiento o gremio alguno. Lo cierto es que la aspiración presidencial de Barbosa jamás tuvo respaldo, más allá de su fuero interno. Que se sepa, no existe una sola firma de apoyo a su nombre ni un peso, dólar o euro recolectado para su causa. En cambio, sí consta que su seguridad ha sido garantizada –como debe ser– desde el momento en que terminó su periodo. La respalda el propio ente investigador al que le corresponde proteger, como siempre lo ha hecho, a los ocho exfiscales generales que residen en el país o a quienes lo visitan esporádicamente (Gustavo de Greiff falleció en 2018). Barbosa no vive en Colombia, motivo por el cual no requiere seguridad permanente. Pero tiene a su disposición, en cuanto aterriza, a un grupo de escoltas más numeroso y mejor dotado que los que tienen sus antecesores.
Ni la Unidad Nacional de Protección ni la Policía pueden brindarle otros esquemas de protección de manera legal porque, primero, es obligación exclusiva de la entidad a la que sirvió; y, segundo, su condición de precandidato o candidato presidencial no se formalizó. En este país violento, no se deben desestimar los peligros que puedan acechar los servidores del Estado ni, tampoco, a muchas otras personas que están fuera del estamento político-electoral. Estas corren, sin hacer bulla mediática, más riesgos que Barbosa y que otros arrogantes precandidatos que pululan en la lista risible de cien aspirantes a la Presidencia, algunos de quienes posan como valientes defensores de la patria a pesar de que escasamente pueden cargar con su propia insignificancia. Barbosa miente: no se retira por la desprotección el Estado; renuncia porque nadie le paró bolas.
Entre paréntesis.- El columnista de El Espectador, Mauricio Botero Caicedo, cita, en su más reciente comentario titulado ‘La andanada contra el magistrado que se veía venir’, a Íngrid Betancourt quien dijo que “el mejor reconocimiento al mérito democrático y patriotismo del magistrado [Jorge Enrique] Ibáñez” era la crítica que hizo contra este, el actual ministro de Justicia. Parafraseando a Betancourt, me atrevo a decir que la “acostumbrada lucidez” de Ibáñez, ponderada, de esta forma, por Botero Caicedo, es la mejor prueba de que la gestión del presidente de la Corte Constitucional, lejos de inclinarse por los derechos de la gente del común, propende por los intereses de los sectores más poderosos de la sociedad.