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Malintencionado como ha sido siempre, Néstor Humberto Martínez, el fiscal general que tuvo que renunciar por vergüenza pública antes de terminar su periodo –aunque con disculpas de fingida dignidad–, aprovechó la trinchera de opinión con que lo han recompensado en un periódico para verter versiones manipuladas sobre el holocausto del Palacio de Justicia; para borrar las responsabilidades que le caben al Estado en esa tragedia a pesar de que la nación fue condenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por las desapariciones y torturas a civiles; y para apelar al mismo derecho internacional con que se sancionó a Colombia, con el fin de mal utilizarlo en la actual coyuntura político-electoral del país. Fiel a su estilo, Martínez inició su recuento sobre la toma del palacio, no con los padecimientos de las centenares de víctimas que sufrieron ese infierno, sino con él como protagonista: “Mi indignación personal es mayor al recordar que el 6 de noviembre de 1985 (…) mientras hablaba telefónicamente con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, maestro Alfonso Reyes Echandía (…) Me dejó al teléfono mientras confirmaba qué ocurría y al regresar simplemente me dijo: “Pasa algo muy raro””. ¿Qué le hace pensar al exfiscal que ese episodio –si ocurrió– es importante en la historia de la toma y retoma del Palacio?
Las tergiversaciones de Martínez Neira se concretan con unas frases que introduce para acusar, de manera sibilina, a quien hizo mejor tarea que él, en la fiscalía. Afirma: “Por un sesgo impropio, la justicia se concentró en la responsabilidad de los agentes del Estado por la retoma del Palacio (…) Ángela María Buitrago –quien fuera fiscal investigadora de las desapariciones del Palacio y, de paso, ministra de Justicia del gobierno presidido por el excomandante Aureliano– confesó que ella no indagó sobre los autores, ni sobre los nexos entre la guerrilla y Pablo Escobar. Aceptó que judicialmente nada de esto está probado, a pesar de estar claro en la historia de los hechos” (ver). En pocas palabras, el exfiscal general, cuya laxitud moral quedó expuesta en las conversaciones que sostuvo con el denunciante de corruptos Jorge Enrique Pizano, sugiere que Ángela María Buitrago, “ministra del gobierno de ‘Aureliano’” ha sido la responsable de “proteger a los autores materiales” del holocausto, refiriéndose al M-19 y, por supuesto, a Petro. Sin embargo, Martínez Neira, abogado de poderosos clientes, omite el contexto histórico de los dos sucesos que une como si fueran causa-efecto, aunque no tienen relación temporal. En primer lugar, Buitrago fue ministra del gobierno Petro dos años después de que el actual presidente hubiera sido elegido, en democracia, por once millones de colombianos (2024); y Petro se posesionó 37 años más tarde (2022) de los dramáticos sucesos del Palacio de Justicia (1985). Por eso, conectar el cargo que ejerció Buitrago como ministra de “Aureliano” con sus funciones de fiscal investigadora, desarrolladas hace 20 años (en 2005), no solo es una falacia; es un acto de mala fe. En segundo lugar, aunque Martínez conoce muy bien la historia, “olvida” recordar que, hace 36 años, el presidente Virgilio Barco le otorgó el primer indulto al M-19 (1989) a cambio de dejar las armas y de reincorporarse a la sociedad; y que hace 33, se le concedió el segundo indulto a esa exguerrilla (1992), tramitado por el entonces congresista Álvaro Uribe Vélez y firmado por su aliado de hoy, el expresidente César Gaviria (ver).
Por tanto, la entonces fiscal Buitrago no podía “confesar que ella no indagó sobre los autores (de la toma)”, como asegura el malicioso exfiscal general, sino que la funcionaria tenía la prohibición legal de abrirles investigación al doblemente indultado M-19 y a sus miembros. Por último y como buen oportunista que es (funcionario y aliado de presidentes antagónicos de Colombia), Martínez Neira sacó de la manga un as que les sirve a él, al político activo que tenemos hoy como presidente de la Corte Constitucional, y a los extremistas en trance de elecciones: declarar que los indultos al M-19 son inconstitucionales. Imagino que intentarán derogarlos para abrirle un juicio a Petro, su gran rival electoral del año entrante, pero sin hacer lo mismo con sus antiguos compañeros de guerrilla Everth Bustamante, Rosemberg Pabón o Carlos Alonso Lucio puesto que estos se “purificaron” cuando adhirieron a la ultraderecha de Martínez, del fingido magistrado Ibáñez y demás especies de su pantano. Lo que proponen todos ellos es abrir la caja de Pandora del revisionismo que terminaría por afectar los marcos legales con base en los cuales los gobiernos pasados tomaron sus decisiones. Tanto que le han reclamado a Petro porque no garantiza la seguridad jurídica del Estado para que, ahora, por temor y odio, la deshonra de la palabra colombiana se convierta en bandera de la oposición.
Entre paréntesis.- Martínez Neira no es solo una voz: son cientos las que pretenden acomodar la historia cargándole, con exclusividad, la responsabilidad del holocausto al M-19, guerrilla que, sin duda, la tuvo y la ha pagado aun cuando sea parcialmente, con el acatamiento de sus miembros a las normas de la democracia; con el reconocimiento y la petición de perdón a la sociedad de algunos de ellos (Petro debe su mea culpa); y con los asesinatos de sus dirigentes cuando estaban en campañas políticas. Esas voces –junto a la del exfiscal– esconden o disfrazan de persecución el otro lado de la historia: los crímenes cometidos por agentes de la fuerza pública y por sus jefes, oficiales de alto rango que detuvieron y ordenaron detener civiles por mera sospecha; secuestrarlos y retenerlos en unidades militares; torturarlos, asesinarlos, desmembrarlos y desaparecer sus restos. “El sesgo impropio” de la justicia y de las otras ramas del poder público, aunadas en su intención maligna, ha impedido que se conozca la verdadera hondura de los crímenes oficiales en este capítulo imborrable. Muy pocos, poquísimos uniformados han sido condenados y los demás, gozaron de impunidad eterna. Por ejemplo, el general Miguel Vega Uribe (antes jefe de batallón en donde hubo torturas y, después, ministro de Defensa), murió sin que avanzara su proceso: la única copia de su expediente también se quemó en el Palacio de Justicia, no solo las de unos narcotraficantes cuyos procesos reposaban, en cambio, en despachos fiscales y judiciales.