En marzo de 2006, el Gobierno de entonces presentaba, por televisión y ante el país, un falso positivo. No me refiero a los asesinatos masivos de habitantes de calle o de jóvenes pobres: esos crímenes atroces, aunque ya se estaban ejecutando, se encontraban en la más absoluta clandestinidad. Sus autores sabían que, si se conocía, tempranamente, la matanza de civiles inermes por militares del Estado en esa etapa sórdida de la historia nacional, habría quedado al descubierto el monstruo que, en realidad, habitaba en la “política de Seguridad Democrática” del líder que repetía, con sonrisa amable, que guiaba la nación con su “corazón grande”. Aludo a otros falsos positivos: los que organizaron funcionarios del mismo círculo presidencial pero que, contrario a los homicidios, podían ser exhibidos por contar con soporte legal. Como quien dice, el lado público de la estrategia de pacificación del territorio.
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Ese año 2006, la administración uribista necesitaba legitimar ante la comunidad internacional —que veía, con desconfianza, las negociaciones oficiales con los paramilitares sanguinarios— su Ley de Justicia y Paz, de 2005, que permitía otorgarles importantes rebajas de pena a las bandas contrainsurgentes que cesaran sus actividades delictivas. La desmovilización de una agrupación guerrillera, en esos momentos, le serviría al Gobierno para demostrar que su política de paz no solo beneficiaba a los extremistas de derecha sino, también, a los comunistas. Fue cuando apareció, como caída del cielo, la noticia del sometimiento a las leyes de la república de una presunta columna de las Farc denominada, según informó el entonces alto comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, “Bloque Cacica La Gaitana”, compuesta por unos 65 rebeldes. Restrepo y dos generales del Ejército organizaron la ceremonia en un sector rural del municipio de Alvarado (Tolima), en donde, supuestamente, se movían los subversivos. Las imágenes de hombres vestidos con uniformes camuflados y portando fusiles mientras desfilaban ante los militares y el alto comisionado, y el evento posterior de entrega de las armas y abrazos, se divulgaron en todos los medios.
La curiosidad periodística no alcanzó para dudar, de inmediato, de la veracidad de la información oficial: simplemente se registró el triunfo del uribismo a pesar de que una observación juiciosa de las piezas visuales hubiera dejado notar que la estampa del supuesto jefe de la columna que acababa de salir de la selva —alias Biófilo— parecía la de un figurín de moda, que algunos de los presuntos desmovilizados estrenaban prendas militares y que sus fusiles no servían para nada. Tiempo después se supo, por la filtración de algunos de los actores de reparto de esa película de ficción, que ese bloque nunca existió; que los hombres que se presentaron ante el comisionado Restrepo habían sido reclutados por colaboradores civiles pagados con dineros oficiales, entre indigentes, drogadictos y desempleados de varias poblaciones vecinas a Alvarado y hasta de la calle del antiguo Bronx de Bogotá (ver). Años más tarde se abrieron las investigaciones penales en contra de los oficiales que habrían ordenado comprar armas hechizas en el mercado negro para dotar a los recién reclutados, y en contra, desde luego, de quien presidió la falsa rendición: Luis Carlos Restrepo. Este, como otros cercanos subalternos de Álvaro Uribe, huyó del país. Jamás volvió. Hacia 2015, alias Biófilo reapareció en entrevista con el periodista Carlos Cárdenas, de Noticias Uno, y contó cómo se armó el montaje (ver). Pues bien, la noticia hoy, 16 años después, duele: los delitos que se le imputaron a Restrepo están a punto de prescribir. Significa que nunca será juzgado por el engaño al país. Como suele suceder con su jefe: la justicia cojea... y, para ellos, nunca llega.