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Un criminal cómodamente olvidado

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Cecilia Orozco Tascón
15 de octubre de 2025 - 05:05 a. m.
"Pese a la estela de horror que dejó (...) el nombre José Miguel Narváez no es muy conocido": Cecilia Orozco Tascón
"Pese a la estela de horror que dejó (...) el nombre José Miguel Narváez no es muy conocido": Cecilia Orozco Tascón
Foto: Archivo Particular
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Pese a la estela de horror que dejó a su paso durante, por lo menos, dos décadas, el nombre José Miguel Narváez no es muy conocido. Suena esporádicamente en las noticias, siempre relacionado con asesinatos, intentos de asesinato, secuestros, torturas y espionajes ilegales. Artículos mejor informados de algunos investigadores se aproximan más al perfil delictivo que responde a esa identidad. Pero aún no existe un relato histórico en que se les dé una real dimensión a los crímenes de lesa humanidad cometidos con la autoría intelectual de este sujeto, cuyo rastro de sangre desaparece y reaparece solo cuando los procesos penales en su contra llegan a conclusión de condena. La semana pasada, la justicia recordó su figura por otra sentencia: una juez de Medellín ordenó recluirlo 28 años en prisión por haber determinado a Carlos Castaño –el “Pablo Escobar” de los paramilitares– a secuestrar a Piedad Córdoba, entonces senadora (1999). Según la información que Narváez le entregó, con intención perversa, a Castaño, la congresista liberal era una “guerrillera” del ELN que se burlaba de él. Los seis lugartenientes más cercanos al tenebroso jefe de las autodefensas, ya desmovilizados, declararon sobre la responsabilidad del enjuiciado. Ellos son: Fredy Rendón, alias El Alemán; Iván Roberto Duque, alias Ernesto Báez; Diego Fernando Murillo, alias Don Berna; Jorge Iván Laverde, alias El Iguano; Salvatore Mancuso y Juan Rodrigo García Fernández.

Esos “angelitos”, testigos presenciales de los hechos, confesaron, cada uno por su lado, que Narváez le proporcionó a Carlos Castaño, en plena época de sus ataques a las guerrillas y a sus pretendidos aliados civiles, las cintas de audio y la transcripción del contenido de conversaciones telefónicas de la senadora con unos exjefes del ELN, presos en la cárcel de Itagüí, que estaban encargados de adelantar diálogos de paz con el gobierno de la época, con ella como mediadora. Las palabras de Córdoba, ilícitamente grabadas por inteligencia del Ejército, llegaron a manos de Castaño en una de las frecuentes visitas de Narváez a los campamentos paramilitares. El individuo condenado llevó los casetes, según se lee en el fallo, “como justificación ideológica para ordenar el secuestro [de Piedad Córdoba], en consonancia con la ‘doctrina del enemigo interno’. Esta era una herramienta de enseñanza usada para respaldar la eliminación física y moral de intelectuales, periodistas, profesores universitarios y miembros de ONGs promotoras de derechos humanos que “merecían” ser borrados de la escena pública por expresar posiciones políticas divergentes de las que profesaban las ultraderechas legales e ilegales colombianas: ambas facciones se unieron, aunque en los entretelones de los oscuros salones cortesanos, para aniquilar un segmento completo del pensamiento colombiano, en esa etapa ominosa de nuestro pasado reciente.

Se ha establecido que José Miguel Narváez, que actuaba como si lo hiciera por cuenta propia pero quien, simultáneamente, contaba con la delegación implícita de encopetados personajes civiles y uniformados, fue asesor de altos mandos militares desde mediados de los 90, entre otros, del mal reputado general (r) Rito Alejo del Río, afecto al gobernador Álvaro Uribe Vélez. Del Río también recibió una condena por el horrendo homicidio de un líder comunal y continúa siendo investigado por la ejecución extrajudicial de civiles, masacres, desplazamientos y asociación criminal con grupos paramilitares. Narváez, el “dios” de Carlos Castaño, de acuerdo con los testimonios del expediente, no se limitaba a cultivar la amistad de los generales: era su catedrático y, en tal función, ciertamente adoctrinaba a los militares en sus cursos de “guerra política”, psicológica y de inteligencia contra la población, en diversas escuelas de las Fuerzas Armadas. Por si fuera poco, integró las comisiones civiles de empalme del primer gobierno Uribe frente al saliente de Andrés Pastrana; fue asesor de la ministra de Defensa de esa administración, Marta Lucía Ramírez, y de Fondelibertad, un fondo antisecuestro que terminó liquidándose por corrupción. Su afinidad con el uribismo gobernante lo llevó a la subdirección del DAS, cuando el jefe de esa dependencia era Jorge Noguera, otro que terminó su carrera condenado por asesinato y por dedicarse al espionaje ilícito del fantasioso “enemigo interno” que Narváez le ayudó a montar. Semejante funcionario tan estratégico para el Ejecutivo ejercía, al mismo tiempo, como el profesor de los sicarios de Castaño, el “ideólogo” que dictaba la cátedra titulada “Por qué matar comunistas no es delito”.

Este asesino en serie, determinador –de acuerdo con las sentencias en su contra– del homicidio del dirigente Manuel Cepeda Vargas (padre de Iván Cepeda); del crimen contra la vida del humorista-periodista Jaime Garzón; de las torturas psicológicas, durante años, a la reportera Claudia Julieta Duque y a su pequeña hija; y, ahora, probado instigador del secuestro de Piedad Córdoba, no ha ingresado al museo de los depredadores de la humanidad en esta parte del mundo, por cuenta del mal llamado antimemoria nacional. Por esta plaga, la del mecanismo del olvido, Narváez sobrevive a sus múltiples condenas en la comodidad de una “prisión” dorada, con el confort que muchos no tienen afuera. Allí pasa sus días en compañía ¡de militares y policías!

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