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“Mami, vas a estar bien”

Cecilia Orozco Tascón

07 de diciembre de 2022 - 12:00 a. m.

El 16 de enero, hace 21 años, alias el Iguano, que comandaba el frente paramilitar Fronteras en el Catatumbo, ordenó sumar un asesinato más a los 4.000 que ya habían ejecutado él y sus bandidos. Ese día, el Iguano, al que los cucuteños no sabían si temerle más por sus homicidios o por sus hornos crematorios adonde llevaba gente para desaparecerla como en tiempos nazis, condenó a Sor María Ropero, la lideresa comunitaria del barrio La Ermita, a la pena capital. Llegaron a su casa los asesinos y dispararon contra el grupo familiar que estaba organizando una fiesta de 15 años. Cayó Sor María y quedaron heridos sus parientes. Nadie podía salvarse de 11 ráfagas. El cerebro de la víctima se abrió. Entonces sus hijos trataron de devolver los restos a su cabeza porque creían que así le devolverían la vida. Esta historia tremenda fue narrada por uno de los sobrevivientes cuando miraba a los ojos a los culpables del crimen, en una audiencia en la Sala de Justicia y Paz del Tribunal de Bogotá. La magistrada Alexandra Valencia Molina, pese a haber escuchado miles de relatos similares, no pudo evitar la conmoción. Y lloró. Y, después, escribió un texto, algunos de cuyos párrafos transcribo aquí, ahora cuando estamos esperanzados en el propósito de paz total:

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“Uno de los relatos que anidan en la memoria de mi alma será el de aquel hijo que, cuando niño, presenció cómo hombres de un grupo armado ilegal echaron abajo la intimidad de su casa para rociar con disparos a quienes celebraban un cumpleaños. Los tiros deshicieron el cráneo de su mamá y él, tan pequeño, al tiempo que juntaba los pedazos de humanidad convencido de que agrupando sangre y tejidos podría remediar la tragedia, le susurraba: «Mami, vas a estar bien»”. Pero la muerte inevitable se llevó a quien era su paz, la paz que provee el regazo y el amor. La paz en forma de mujer heroica, sublime, inmensa. Quien hablaba ya era un hombre pero su voz quebrada, tímida, liviana, llevó al auditorio a aquel día, a los instantes previos, a la alegría de la concurrida celebración organizada en detalle; a su felicidad de niño con su recuerdo de los buenos tiempos. Luego, su voz quebrada nos sumergió en la impiedad del momento, en la brutalidad y el desdén, y nos hizo sentir los destellos retorcidos del dolor y el espanto. Fue entonces cuando su voz se volvió recia, firme. Ajustó su postura y recuperó el aliento. Habló sin miedo luego de fijar su mirada en quienes dieron la fatal orden y en quienes la ejecutaron, presentes en el mismo auditorio que fuera dispuesto para escuchar sus culpas. Les habló compasivo, estoico. Y se tornó inmenso, como su madre”.

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“Fue cuando su dignidad apacible impactó nuestra conciencia y su espíritu se rebeló. Y fue libre perdonando a los arrepentidos. Su libertad fue la libertad de todos. Comprendí que la paz es una persona compasiva: escucha y habla para romper el castigo del silencio que ha tenido que padecer por años. La paz es una persona en acto y materia, y de su fuerza dependen las generaciones que resumen su época: no traiciona su vocación a pesar del fango, no se sumerge en la arrogancia. La paz es el zurcidor de la esperanza y el equilibrio. Es la persona que, ante la fulminante adversidad, sostiene el aliento y avanza. La paz es una persona que, frente al aluvión que busca mermar sus fuerzas, es la voz a los desaparecidos. La paz es una persona que se resiste a la historia, decanta el tiempo y alivia con su mirada lo que la justicia no pudo salvar” (Alexandra Valencia).

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