No es cierto que la presencia de las mujeres en cargos públicos garantice rectitud y ponderación en el manejo del poder y los bienes del Estado, como suele aceptarse de manera rotunda. Muchas han honrado tal fama pero, al mismo tiempo, otras han demostrado que pueden igualar o superar las peores prácticas de los hombres que han determinado, por los siglos de los siglos, el destino desgraciado de sus sociedades. A nuestras cortes, por ejemplo, han llegado abogadas que nos han hecho sentir orgullosas por su valor e independencia. Y han llegado, también, unas para sonrojarse. En el primer grupo recuerdo a dos juristas odiadas por su carácter recio, pero de quienes hoy se puede afirmar no solo que tenían razón en sus conceptos y sentencias sino que se impusieron al ambiente de acuerdos tácitos —y normalmente inconfesables— en que han convivido los jueces con sus procesados: María Victoria Calle, expresidenta de la Corte Constitucional, quien llegó al alto tribunal por terna enviada por el entonces presidente Uribe; ella supo mantener su autonomía, pese a la presión vengativa del gobierno, y votó en contra del referendo con el que se hubiera reelegido, por segunda vez, su supuesto jefe político cuya vocación de dictador eterno se encontraba en pleno auge. Le llovieron rayos y centellas y, aun así, mantuvo su decisión con firmeza admirable. María del Rosario González, de la Sala Penal de la Corte Suprema, fue otra togada que soportó una enorme carga en su contra pero cuya destreza en su magistratura ha sido ratificada, con honores: a pesar de los perfilamientos y las amenazas, no cambió de rumbo cuando escribía, en julio de 2014, las 403 páginas de condena del exministro Andrés Felipe Arias que fue ratificada por la Sala Penal de la corte de hoy, nueve años después.
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Ubicadas en la orilla opuesta a la ética judicial, se encuentran dos profesionales del derecho que ascendieron al Palacio de Justicia imitando las conductas deleznables de la política tradicional. Ruth Marina Díaz es mencionada en memorias insípidas como “la primera mujer, en la historia, en presidir la máxima corporación judicial (Corte Suprema)”, como pomposamente se anunció, en 2013, su nombramiento por cuenta de Alejandro Ordóñez, su mentor y guía (in)moral. Ella fue una poderosa dama del clientelismo judicial y se le recuerda por un crucero de lujo que alquiló para recorrer los mares del Caribe con sus amigos de los tribunales que aspiraban a subir a las cortes. Muchos de ellos lo consiguieron con las trampitas de su madrina a quien, no obstante lo que se sabe sobre su conducta, le ha ido bien; tanto que nadie revisó su historial de amistad y negocios con los magistrados del “cartel de la toga”: el fugitivo Bustos, los condenados Ricaurte, Malo y demás, incluido el condenado Luis Gustavo Moreno quien ya está libre, mientras a ella nadie la toca.
La otra señora nefasta para la vida de la nación es Margarita Cabello, “la primera Procuradora General de la Nación”, elegida, en el Senado, por los partidos que han fincado su permanencia en el Estado en la corrupción institucional, incluido el que la considera como un soldado de sus propias filas: el Centro Democrático cuyo jefe, Álvaro Uribe, la postuló para ser fiscal general. Pero el futuro le tenía deparado, gracias a Iván Duque, el estrellato del Ministerio Público que hoy usa como si fuera el limpión de su cocina. Cabello venía de ser magistrada de la misma sala en que estaba su par, Ruth Marina Díaz, que la reconoció, muy pronto, como una de las suyas. Fueron amigas y aliadas; se intuye de cuáles causas. En 2016, Cabello sucedió a Díaz en la presidencia de la Corte Suprema. Después de semejante exposición y con sus estrechos contactos en la politiquería nacional, ya no tenía nada que hacer. Por eso Renunció antes de terminar su periodo y se convirtió en la fugaz ministra de Justicia de Duque que la tenía enlistada para hacerle jornadas de colaboración en la Procuraduría si el sucesor en la Casa de Nariño era Federico Gutiérrez o, incluso, Rodolfo Hernández; o jornadas de obstrucción, si el Ejecutivo quedaba en poder de alguien de la corriente opuesta. Todo será, pero Cabello ha cumplido su cometido: está de acuerdo con la preclusión del proceso penal que afecta a su expresidente-jefe; ha simulado investigar, sin resultados, a decenas de funcionarios involucrados en el escándalo de Centros Poblados del gobierno Duque; ha silenciado reclamos y quejas que afectan a congresistas amigos. Y, en cambio, ha amenazado con veloces investigaciones a senadores y representantes contrarios a su ideología de derecha: Alexánder López, María José Pizarro, Inti Asprilla y Ángela María Robledo en momentos en que estos podían votar en contravía de los intereses de la Procuraduría; ha separado del cargo al alcalde de la segunda ciudad más populosa del país, Medellín. Y, ahora, suspende, aplicando una sanción desproporcionada y vengativa, al presidente de la SAE y otros funcionarios del Gobierno Petro a pesar de que ella tiene cercanías de origen familiar, de amistad y de política local con Barranquilla cuya Alcaldía está envuelta en la polémica legal. Como le dijeron a La Silla Vacía personajes de los partidos: “Margarita no es de los jueces que le tienen miedo a juntarse con los políticos. Ella es de las que, con cada cargo que tiene, lo llama a uno, saluda y se pone a disposición”. “(Ella) se ha ganado a la gente porque es una señora que si te puede hacer un favor, te lo hace” (ver). En el poder público colombiano, “favores” es sinónimo de corrupción.