¿Democracias en crisis?

César Ferrari
04 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.
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Boris Johnson, del Partido Conservador, fue alcalde de Londres hace unos años. Actualmente es el primer ministro del Reino Unido y el líder de los euroescépticos británicos que quieren provocar una ruptura abrupta entre su país y la Unión Europea el 31 de octubre próximo. Conviene recordar que la votación a favor del brexit logró una reducida mayoría en un referéndum plagado de inexactitudes e informaciones falsas y cuyos ganadores no han querido repetir a pesar del tiempo transcurrido y de las verdades que han emergido en su contra desde su celebración.

La semana pasada, para evitar que sus intenciones de ruptura abrupta sean bloqueadas por el Parlamento británico, Johnson “solicitó” a la reina Isabel II que clausurara con anticipación las sesiones del Parlamento. La decisión, aunque se considera “legal”, fue calificada como un “golpe de Estado” por la gran mayoría de los británicos, incluida la oposición laborista y la de los liberales demócratas, así como por numerosos diputados del propio Partido Conservador a quienes Johnson amenazó con expulsarlos del partido si se alineaban con la oposición para evitar la salida sin acuerdo.

Boris Johnson no llegó a ser primer ministro británico como consecuencia de una elección general en la que su partido fue vencedor. En el sistema político británico, el líder del partido ganador de los comicios generales es encargado por la reina para formar gobierno y asumir su jefatura. Ello ocurrió con Theresa May, la anterior primera ministra. Pero la Sra. May tuvo que renunciar, precisamente, porque el acuerdo que había logrado para la salida negociada de la Unión Europea fue rechazado en tres ocasiones por el Parlamento.

De tal modo, el sucesor de May, Boris Johnson, fue elegido en forma exclusiva por los conservadores: obtuvo 66% de su apoyo y 92.153 votos, frente a su rival que obtuvo 34% y 46.656 votos. Mejor dicho, alrededor de 138.000 conservadores acabaron nombrando al primer ministro de un país de 67,6 millones de habitantes; un serio problema de representatividad que se da, precisamente, cuando está por decidirse un evento crucial para el Reino Unido y sus habitantes.

No es el único problema de representatividad democrática. Otro notorio es el de los Estados Unidos. En las últimas elecciones generales, Donald Trump, actual presidente estadounidense, perdió la elección popular por más de 2,8 millones de votos: los resultados fueron 65,8 millones para su oponente Hillary Clinton frente a 63 millones para él. Trump accedió a la Presidencia gracias a un sistema de votos electorales por estados de la unión que no siempre representan votos proporcionales al voto popular; en muchos estados la totalidad de los votos electorales se le otorgan al vencedor del estado, independientemente de cuántos votos obtenga el contendor.

Tampoco es el único problema de representatividad estadounidense. Como cada estado tiene dos representantes en el Senado, el estado de Wyoming, el más pequeño, con una población de 572.381 habitantes, tiene el mismo número de senadores que el estado de California, el más poblado, con 39,75 millones de habitantes. En consecuencia, mientras que un senador de Wyoming representa aproximadamente a 280.000 personas, el de California representa a casi 20 millones. El problema adicional es que el Senado estadounidense es el que nombra a los jueces del Tribunal Supremo quienes, a su vez, son los que deciden sobre las cuestiones constitucionales cruciales de la vida política, social y económica.

Así, resulta que, en estos dos casos notorios, dos líderes políticos con cuestionamientos sobre la legitimidad política de su origen, aunque no necesariamente sobre su legalidad, son los que lideran procesos políticos o económicos que gran parte de sus compatriotas, para no mencionar a la mayoría, cuestionan en términos de su legitimidad democrática y de su conveniencia política, social y/o económica.

Más aún, sus cuestionadas decisiones están provocando problemas que sobrepasan los límites de sus respectivos países, siendo estos, en casi todos los casos, los principales perjudicados. La decisión de romper abruptamente con la Unión Europa significa no solo su debilitamiento, significa también el desplazamiento hacia otras ciudades europeas de sectores, empresas u organizaciones, así como de su personal, como en el caso del sector financiero que está en busca de construir una nueva capital para el sistema financiero europeo.

En términos económicos, provocará a su vez una profunda devaluación de la libra esterlina frente al euro y las otras divisas y la razón es obvia: la imposición de barreras al comercio y al flujo de personas produciría una reducción de las exportaciones británicas a Europa, su principal socio comercial, por encima de la reducción de sus importaciones que siempre reaccionan más lentamente.

Provocará también una recesión en la economía británica (ya se contrajo 0,2% en el segundo trimestre por primera vez en siete años) y la razón es también evidente: las nuevas barreras que no sólo implican aumento de los precios domésticos y, por lo tanto, inflación y reducción de los ingresos reales de los británicos, significan también pérdidas de mercados, por lo tanto, menores ventas y, consecuentemente, menores producciones y más desempleo.

En el caso estadounidense, la actitud (de desprecio a sus antiguos aliados), las decisiones políticas (antiinmigración mexicana) y las comerciales (la guerra comercial que según sus declaraciones iniciales sería fácil de ganar) de su presidente están generando consecuencias negativas para todo el mundo (reducción de comercio, desaceleración mundial y reducción de precios de las materias primas, aumento de incertidumbres). Pero lo más importante que está logrando es destruir el prestigio mundial de Estados Unidos, aislarlo de sus antiguos aliados, mostrar al mundo su incapacidad para doblegar a China y, por lo tanto, su pérdida de liderazgo y hegemonía, entregar iniciativas y espacios económicos importantes a otros actores mundiales, reducir la competitividad y los mercados de numerosos sectores y empresas estadounidenses, entre los principales.

La pregunta que emerge de dichas actuaciones y situaciones es ¿por qué la voluntad y los prejuicios de una sola persona, o del grupo que lidera, que, evidentemente, no representan los de la mayoría de los ciudadanos, acaban imponiéndose, incluso a costa del bienestar de la sociedad? Pareciera que cabe una sola respuesta: la democracia representativa no está funcionando. Y no funciona porque, aunque se respeten sus formas y en algunas oportunidades se pretenda transformarla en una democracia plebiscitaria, no acaba siendo un ejercicio de representatividad genuina y de respeto a los intereses generales por sobre los intereses y prejuicios particulares. América Latina debe aprender de dichas situaciones y sus consecuencias para que su democracia, aún en construcción, no acabe reproduciendo los mismos vicios.

* Ph.D. Profesor titular, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.

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