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El lunes de la semana pasada el precio del dólar se incrementó 220 pesos. La tasa de cambio cerró al final de la semana a 3.941,92 pesos por dólar. Una semana antes cerró a 3,584.58 pesos. La devaluación del peso fue casi 10% en una semana.
La combinación de una mayor oferta de petróleo por parte de Rusia y Arabia Saudita, y una menor demanda de petróleo por el cierre de fábricas y otras actividades económica, primero en Asia y ahora en Occidente, debido a la pandemia del coronavirus condujo al derrumbe de los precios petroleros. Este se tradujo en una menor oferta de dólares por el menor valor de exportaciones de hidrocarburos y ante una demanda de dólares para importaciones más o menos estable, condujo a la notoria devaluación del peso colombiano.
Las consecuencias son varias. La devaluación se trasladará a los precios de los otros bienes y servicios. El aumento de precios será similar en los bienes que se exportan o compiten con importaciones, menor en los bienes que no se transan internacionalmente, menor aún en los servicios que tienen precios regulados por el Estado que en mayoría se ajustan por la inflación pasada. De tal modo, la inflación total será menor que la devaluación.
Menores ingresos externos significarán a su vez que los exportadores harán menos utilidades, pagarán menos salarios y harán menos compras de bienes y servicios internos, y a los productores de estos bienes y servicios les pasará lo mismo: harán menos utilidades, pagarán menos salarios y comprarán menos bienes y servicios, y así sucesivamente. Mejor dicho, menores ingresos externos se traducirán en menores ingresos internos, es decir la economía se desacelerará. Y con esa desaceleración es de esperar mayor desempleo y subempleo.
Más aún, si la política de salud pública para contrarrestar los avances del coronavirus conduce a menores aglomeraciones y a la paralización o ralentización de muchas actividades económicas, los efectos anteriores se verán aumentados.
Por su parte, menores utilidades y ventas producirán menores ingresos fiscales. y esto conducirá a un menor gasto o a un aumento de los impuestos. Dadas las preferencias actuales, seguramente significarán, principalmente, un aumento de los impuestos indirectos.
Mejor dicho, el 2020 no será un año fácil. Pero abrirá una gran oportunidad: cambiar la estructura de la economía para independizarla de los hidrocarburos y el carbón. Eso exige hacer más competitiva la producción de los otros bienes y servicios transables.
Para ellos, primero, la devaluación cambiaria real (la devaluación menos la inflación) debe ser mayor que la de otros países con los cuales el país compite, principalmente China. Segundo, los costos financieros de las empresas deben ser similares a los internacionales. Tercero, para que las mayores utilidades de las empresas no terminen en el consumo sino en la inversión, los impuestos a los dividendos distribuidos deben aumentar.
Lo primero casi se ha logrado. Lo segundo exige una nueva política regulatoria que incentive mayor competencia en los mercados de crédito. Lo tercero, implica una nueva política tributaria. Y todo ello supone un acuerdo político, posible y deseable. Ojalá.
* Ph.D. Profesor titular, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.
