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El siglo XXI comenzó hace casi dos décadas. Y conforme ha venido avanzando, las inmensas transformaciones a nivel internacional que lo están caracterizando, definiendo una nueva era, son cada vez más omnipresentes.
No obstante, pareciera que pocos han tomado conciencia de esos hechos y de sus consecuencias. No pareciera haber conciencia de la emergencia de las nuevas tecnologías y de la llamada cuarta revolución industrial cuyos elementos principales incluyen: inteligencia artificial, tal vez lo más importante en desarrollo tecnológico en las próximas décadas, robotización, teletrabajo, Internet de las cosas, bioingeniería y nanotecnología, que están generado nuevos productos, cambiando la manera de producir e intercambiar bienes y servicios, y la manera de gestionar las empresas.
Tampoco parece percibirse los avances acelerados en la modificación de la matriz energética mundial, resultante de una creciente conciencia sobre la necesidad de mitigar el cambio climático. Tal evolución implica la postergación de los sectores petrolero y carbonífero.
Menos se repara que dichos hechos van a conducir a una nueva estructura productiva, en la que las materias primas serán cada vez menos importantes para dar paso a una economía basada principalmente en el conocimiento.
No parece haber conciencia de que se está redefiniendo una geopolítica diferente, multipolar, con nuevas alianzas, en donde los Estados Unidos no será el país hegemónico y China será líder en muchos aspectos. Ya es la economía más grande, tiene la clase media más numerosa, y los mayores mercados en el mundo. También podría ser el líder en tecnología: tiene el mayor número de robots en el mundo, varias de las más importantes supercomputadoras, y grandes avances en inteligencia artificial.
No se está teniendo en cuenta que la predominancia de la virtualidad está generando nuevas formas de relaciones sociales y de hacer política, que podrían redefinir las características de la democracia liberal como la conocemos. Podría ser sustituida por un autoritarismo de Estado o de las grandes empresas controlando al primero y, a través del “big data”, manipulando la información, la verdad, los movimientos y los deseos de las personas.
En fin, no parece tenerse en cuenta que el desarrollo creciente de una economía basada en las nuevas tecnologías podría agravar la situación de desempleo y subempleo, que la sustitución de la matriz energética mundial podría generar un serio problema de producción y de balanza de pagos (60% de las exportaciones colombianas son petróleos pesados y carbones térmicos que nadie va a demandar) y que la modificación de la geopolítica mundial y la creciente importancia de los mercados asiáticos modificarán los flujos de comercio en destinos, cantidades y precios.
Pocos piensan también que similares políticas, producen similares resultados, que en América Latina han significado un crecimiento mediocre (3-4% anual promedio por décadas) y la mayor concentración del ingreso en el mundo, que se traducen a su vez en la precarización de los ingresos, lo reducido de las pensiones y la concentración de la tributación en las clases medias y populares, vía impuestos indirectos, que están produciendo su protesta masiva.
Pero nada de eso parece ser motivo de preocupación, y se sigue pensando y actuando de la misma manera, al estilo del siglo XX, tratando de estirar las políticas, la gestión y la educación del pasado.
Si hubiera conciencia de esas cuestiones, es apenas evidente y urgente que Colombia debería comenzar a reorientar la inversión privada hacia las industrias intensivas en mano de obra, manufactureras, agropecuarias, turísticas, y también hacia las del conocimiento, que deberían sustituir a las de materias primas; que en consecuencia habría que generar una nueva estructura de rentabilidades y de precios que favorezca a los sectores reemplazantes.
Que, para ello, deben considerarse: 1) nuevas políticas regulatorias, para generar más competencia en los mercados, 2) monetarias, para que los medios de pago jalonen el crecimiento acelerado de la economía, 3) fiscales, para cambiar la estructura tributaria hacia los impuestos directos y su progresividad, y aumentar el gasto y la inversión públicos, y 4) cambios institucionales, por ejemplo, en las pensiones para que estas no signifiquen la caída brutal del ingreso de los pensionados. Que, así mismo, habría que reorientar la construcción de carreteras y puertos principales hacia y en el Pacífico y desarrollar las áreas urbanas principales de esa región. Que, además, todo ello debe inducir tasas elevadas de crecimiento y mejoras sustanciales en la distribución del ingreso.
Mejor dicho, la agenda es compleja y grande, y abordarla con éxito exige cambiar la manera de pensar.
* Ph.D. Profesor titular, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.
